Transexualidad: batalla en la última frontera
El progresismo (el lector puede trasmutar este término por el que resulte más explícito) ha abierto un último frente de guerra: la transexualidad. En un presente cada vez más desolador para el espíritu humano, el alma cristiana debe abandonar las primeras emociones, siempre intensas pero no por ello las más verdaderas, para refugiarse en el discernimiento. La irrupción del fenómeno de la transexualidad como nuevo derecho cívico susceptible de legitimación está ya en la calle, medios de comunicación y campañas públicas de algunas administraciones autonómicas. La reflexión debe comenzar necesariamente por el conocimiento de la composición de la materia objeto de la misma. ¿Qué es la transexualidad?
No es superfluo establecer primeramente la diferenciación absoluta de esta condición humana con la homosexualidad. La adopción por parte de personas homosexuales, en cualquier forma o manera, de una apariencia contraria a la de su sexo biológico no corresponde a una transexualidad sino a otro tipo de desviación sexual. La medicina y la psicología reconocen, desde tiempos clásicos, la existencia de personas afectas de una disociación entre el género de su cuerpo y el de su alma. Esta auténtica condición de la transexualidad se describe en un número muy bajo de seres humanos, siendo considerado un trastorno médico de naturaleza muy grave asociado a padecimientos sumamente alienantes para quienes lo padecen. Y aquí llegamos al ojo del huracán donde, activistas de lo que llaman progresismo, quieren extirpar a la transexualidad de las disciplinas científicas asistenciales para injertarla en la trinchera de los nuevos derechos cívicos.
El demonio postmodernista ha transformado crímenes como el aborto y la eutanasia en derechos del ciudadano y ha disfrazado condiciones humanas aberrantes en estados naturales, como la inseminación de mujeres solteras a través de bancos anónimos de semen. Este ejército de inhumanidad parece haber encontrado en la transexualidad una de sus últimas fronteras de combate y ha izado nuevamente en su mástil progresista una bandera equivocada. Los medios de comunicación tienen el poder de cambiar los valores sociales pero no pueden destruir los fundamentos científicos de la salud humana. Los activistas y los políticos que promueven actualmente un tratamiento radical en niños con alteraciones en su identidad sexual están cometiendo un error sustancial. Si bien puede predecirse que los rasgos básicos del temperamento de un niño van a configurar su ser adulto, la personalidad no puede considerarse desarrollada en un grado mínimo de madurez para la toma de decisiones hasta el desarrollo de la adolescencia. El progresismo quiere otorgar a un niño la capacidad de elegir su sexo y ha entrado en la frontera de la racionalidad con la demencia.
Los criterios diagnósticos médicos de la transexualidad verdadera y su parejo reconocimiento en el ordenamiento jurídico parten del hecho de una persona madura, tanto en un orden biológico como cronológico, que asegure la responsabilidad en decisiones terapéuticas que pueden ser irreversibles. La condición transexual adolece de tal complejidad en la estructura psicológica del individuo que los graves conflictos que desencadena, tanto médicos como jurídicos, están sólo al alcance de los campos especializados que la estudien con método científico.
La visión trágica de este conflicto es que los afectados por un trastorno de identidad sexual están condenados a ser las víctimas de un debate público tan ignorante como cruel. Ante la perfidia del tiempo presente que pisotea la pureza de la infancia, la humanidad encarnada por los valores de la tradición cristiana debe ser quien venza y quien convenza. La ausencia de pecado, en el hecho de la propia naturaleza sexual de cualquier persona, no ofrece dudas en ningún debate teológico.
En este presente desolador, el magisterio actual del Papa Francisco clamando por la misericordia es una guía infalible para todo cristiano.