Seguir el blog (Follow.it)

15 de octubre de 2025 0

Templos modernos

(por Javier Urcelay)

He asistido en días pasados a un funeral en un templo madrileño de formidables dimensiones, de planta hexagonal. Al frente, en la zona del presbiterio, un largo altar de piedra, apenas cubierto por un mantel reposado como una mera cubierta de tela, sin objeto alguno sobre el mismo. Al fondo, en el frio muro vertical del frente de la iglesia, de inabarcable altura, dos esculturas  conceptualistas, con apenas suficiente realismo como para distinguir que la central es un Cristo en la Cruz y la de su derecha podría ser la Virgen. Ausente el Sagrario, no ya del presbiterio, sino que también del templo, quizás albergado en algún espacio lateral al que no llegaba la mirada. De atraer algo la atención en el presbiterio eran las plantas, muchas plantas, enormes macetas con ficus y aralias en un esfuerzo por llenar los amplios espacios vacíos. Vidrieras en las ventanas, a muchos metros de altura, con motivos geométricos en tonos oscuros, en los que se insinuaban figuraciones imposibles de descifrar. Y un pretendido Vía Crucis a lo largo de la pared, obra de arte moderno tan irreconocible como las representaciones de las antedichas vidrieras.

Y nada más en toda la iglesia, aparte de bancos funcionales con reclinatorios, quizás la única seña de identidad de que aquel espacio era una iglesia católica. Ni una capilla lateral, ni la imagen de un santo o un confesionario. Todo el tempo respiraba el ambiente de una gran sala de conferencias, de un auditorio, del lobby de un gran hotel.

La información encontrada en internet sobre el templo, subraya la fama de su arquitecto, admira el que las vidrieras sean obra de tal famoso artesano y pone el énfasis sobre el mencionado e irreconocible Vía Crucis, obra destacada de otro referente del arte moderno. Hombres ilustres, de los que se exhibe su arte o ciencia, pendientes de exaltar su gloria, y por tanto omitiendo o dejando en segundo plano la de Dios.

La frialdad de aquella iglesia me impresionó en su funcionalidad. Cómoda, amplia, moderna…todo parecía subrayar una ausencia en lugar de una Presencia.  No es la primera vez que un templo católico actual me produce esa sensación de oquedad, de vacío, de “profanidad”, si se me acepta la expresión como contraria a la de sacralidad.

He mirado después en internet otros templos modernos, incluso catedrales de construcción reciente. Son todas obra de arquitectos de fama, tributos a su vanidad, en las que el culto al artista toma primacía sobre el culto a Dios.

El escritor naturalista converso Joris-Karl Huysmans elogió en su libro En camino la grandeza del arte cristiano del pasado, un todo armónico al que la arquitectura de los templos no era ajena.

La verdadera prueba del catolicismo, dirá Huysmans, al que copiamos a continuación, era ese arte que había fundado, ese arte que nadie ha superado aún. Eran, en la pintura y escultura, los Primitivos; los místicos en la poesía y en la prosa; en música, era el canto llano; en arquitectura, el románico y el gótico. Y todo esto se sostenía, llameaba en un solo haz, sobre el mismo altar; todo se conciliaba en un único ramillete de ideas: reverenciar, adorar, servir al Dispensador, mostrándole, reflejado en el alma de su criatura, como en un espejo fiel, el préstamo aun inmaculado de sus dones.

Entonces, en ese admirable Medievo, en que el arte, amamantado por la Iglesia, se anticipó a la muerte, se adelantó hasta el umbral de la eternidad, hasta Dios, el hombre adivinó, creyó columbrar por primera y quizá por última vez, el concepto divino y la forma celestial. Y se comprendían, se repercutían, de un arte a otro.

Las Vírgenes tuvieron caras almendradas, rostros alargados como esas ojivas que el gótico estrechó para distribuir una luz más ascética, un día virginal, en el misterioso marco de sus naves. En los cuadros de los Primitivos, la tez de las santas mujeres se hace transparente como la cera pascual y sus cabellos son pálidos como las lágrimas desdoradas del verdadero incienso; su corpiño infantil apenas se abulta, sus frentes se abomban como el vidrio de las custodias, sus dedos se afilan, sus cuerpos se estilizan como finos pilares. Su belleza se hace, en algún modo, litúrgica. (…)

Hubo entonces entre artistas una coalición de cerebros, una fusión de almas. Los pintores se asociaron en un mismo ideal de belleza con los arquitectos, unieron mediante indestructible acuerdo las catedrales a las santas; solo que, al revés de lo acostumbrado, engastaron la joya según la montura, modelaron las reliquias según el relicario.

El canto litúrgico creado casi siempre anónimamente en lo profundo de los claustros, se trataba de una fuente extraterrestre, sin filón de pecados, sin rastro de arte. Era un manar de almas ya liberadas de la servidumbre de la carne, una explosión de ternuras más altas y de alegrías puras; era también el idioma de la Iglesia, el Evangelio musical accesible, como el propio Evangelio, a los más refinados y a los más humildes.

Las prosas cantadas de la Iglesia tuvieron sutiles afinidades con las telas de los Primitivos. El ideal de todas estas obras es el mismo y, por medios distintos, todas lo alcanzan.

En cuanto al canto llano, el acuerdo de su melodía con la arquitectura es cierto también; a veces, se curva como los sombríos arcos románicos, surge, tenebroso y pensativo, como las cimbras de medio punto. El De profundis, por ejemplo, se encorva igual que esos grandes arcos que forman la osamenta ahumada de las bóvedas; es lento y nocturno como ellos; solo se tensa en la oscuridad, solo se mueve en la penumbra triste de las criptas.

A veces, por el contrario, el canto gregoriano parece tomar del gótico sus lóbulos floridos, sus flechas desmenuzadas, sus tornos de gasas, sus tolvas de encaje, sus guipures ligeros y tenues como voces de niños. Creado por la Iglesia, elevado por ella, en los coros del Medievo, el canto llano es la paráfrasis aérea y móvil, de la inmóvil estructura de las catedrales; es la interpretación inmaterial y fluida de las telas de los Primitivos; es la traducción alada y es también la flexible estola de esas prosas latinas que edificaron los monjes, dignificados, antaño, fuera de los tiempos, en los claustros.

Hasta aquí el aprecio de Huysmans por la arquitectura de las iglesias católicas y el arte que contenían, un arte y una arquitectura al servicio de la adoración y el culto de Dios en un espacio sacralizado por la divina presencia eucarística.

La Iglesia parece haberse olvidado de todo ello a la hora de construir sus nuevos templos. Muchas de las iglesias de ahora parecen tomar a Jesús como a un turista al invitarlo, cada día, a descender a estos recintos neutros y minimalistas, cuyo interior se asemeja al salón de un hotel de aeropuerto o al auditorio de artes escénicas.

Al contemplarlos, recuerdo la reconvención que me hizo un catedrático de Historia del Arte cuando le comenté mi opinión de que el arte de Picasso no tenía ningún valor: “El arte es siempre expresión de su tiempo. La pintura de Picasso, en su feismo, en su deformidad, en su rechazo de los cánones de la belleza, la armonía, la proporción…es la expresión plástica del alma del hombre del siglo XX. Ese es su valor; ser testigo de su época”.

Como los Primitivos, el canto gregoriano, el románico o el gótico, por enlazar con las apreciaciones de Huysmans, fueron la expresión del espíritu y los valores del hombre de aquellos siglos de Cristiandad.

Por eso la pregunta resulta inquietante: ¿Qué quieren transmitirnos hoy los responsables de los templos que renuncian a la cruz en la cima del edificio, que apartan el Sagrario a un rincón de la iglesia, que retiran los confesionarios, que sustituyen el humo ascendente de las velas y el incienso por las plantas y las pantallas de plasma, que empobrecen los ornamentos litúrgicos, que renuncian a las imágenes sagradas, que dan la cara al pueblo y la espalda a Dios en las celebraciones, que se olvidan de la música sacra para dar entrada a músicas que se escuchan en los pubs?

Se habla mucho de la situación y el futuro de la Iglesia en sociedades crecientemente descreídas y secularizadas.

Un examen de conciencia requeriría a muchos obispos y párrocos reconocer la contribución que todo lo anterior puede haber tenido y estar teniendo a la descristianización y la pérdida del sentido de lo Sagrado entre los hombres de nuestro tiempo.

La Gracia no necesita templos ni imágenes para actuar. Dios no necesita velas ni incienso para ser adorado. Pero las iglesias católicas deberían favorecer el encuentro con la Gracia y la gloria de Dios, y no subirse al carro del arte por el arte y del hombre ocupando el lugar de su Creador.

(Visited 62 times, 62 visits today)

Deja tu comentario

Ahora Información agradece su participación en la sección de comentarios del presente artículo, ya que así se fomentan el debate y la crítica analítica e intelectual.


No obstante, el equipo de Redacción se reserva el derecho de moderar los comentarios, sometiéndolos a una revisión previa a su autorización.


Aquellos comentarios que lesionen el honor de terceros o incluyan expresiones soeces, malsonantes y ofensivas no serán publicados.


Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*
*