PERDÓN
(Por Javier Manzano Franco)
Ayer comenzaron los cuarenta días de ayuno, de desierto. Espacio abstracto ajeno al mundo, a lo existencial, abierto a la trascendencia. Donde el Sol se manifiesta cegadoramente, como la Revelación a la Fe. Donde el ciclo natural nutrido por las aguas queda detenido y las ardientes planicies son símbolo de lo inmutable del espíritu así como de la purificación, de la necesaria mengua del cuerpo para la salvación del alma (Jn 3, 30).
Ayer recibimos en nuestras frentes el símbolo de la melancolía: por cortar el hilo que nos unía al Cielo, ahora somos ceniza y, por muchas dudas que nos avasallen a lo largo de nuestra vida, siempre estaremos marcados por la certeza incontestable de que al menos nuestros cuerpos se disolverán, retornando a lo inorgánico. Sin embargo, esta certeza viene acompañada de la terrible incertidumbre de no saber cuándo llegará esa hora. Las sociedades del bienestar han querido ocultar a la muerte para hacer perder a la población el miedo a ella: los enfermos se ocultan en blanquísimos hospitales, los ancianos se ocultan en residencias o son asesinados y quitados del medio en el nombre de una compasión pervertida, los cadáveres son ocultados en pulcros tanatorios. Y pese a todo ello nadie puede cazar a la muerte, que aguarda agazapada detrás de cada esquina, en el cruce de cada calle, entre la comida y el viento. No nos queda más remedio que hacer caso al mensaje que dio Isaías al rey Ezequías: “Dispón de tu casa porque vas a morir, no curarás” (Is 38, 2).
Si en Amparo, de cuya hija de 6 años dice que tiene “un cuerpazo”, se cumpliera lo que manda Nuestro Señor en Lc 17, 1-2, ¡qué cosa más triste sería! Porque ya bajo el mar no podría reparar las monstruosidades que ha cometido, bajo el mar solo está el abismo. ¿Quién le dice a Laura que cualquier noche aquellos a los que tanto defiende no le pongan inesperadamente los límites que ella nunca se puso? ¿O a Nuria y a María que no les pase también lo mismo, por haber querido ignorar que la lujuria no solo está en quien la siente sino también en quien la provoca? ¿O a Marjorkley que llegue a ver el año que viene? Claudia critica las apariencias, pero vive de ellas; ¿y si al final no encuentra a nadie que la ame de verdad por haber volcado su vida en anunciarse y decide poner fin a ella? Lo mismo podría pasarle a Susana, si perdiera a su hija por culpa de haberla educado en la soberbia de que el mal siempre está en los demás y nunca en uno mismo. En cuanto a Damián, ¡cuánto daño hacen las enfermedades venéreas y las sustancias a la salud física y mental de esos “colectivos minoritarios” a los que él pertenece y que conducen a un averno en vida! Como no estamos a salvo de la muerte pero sí podemos estarlo del infierno para toda la eternidad, desde ayer Jesús nos está gritando “Haced penitencia, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 4, 17).
Y la penitencia empieza por el “conocimiento propio y desengaño de las cosas ajenas”. Por la disolución del ego y el re-conocimiento de que somos ceniza. “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; di solo una palabra y mi siervo será curado” (Mt 8, 8). El centurión no pertenecía étnicamente a Israel, y sin embargo no era pagano, sino más creyente que todo el pueblo elegido porque aceptó a Cristo como el Salvador. ¡Cuántos bautizados y votantes del PP que aplauden el Carnaval pedófilo de Torrevieja son como aquellos judíos que fueron abandonados por Dios y que no llegan a la suela de la sandalia a este centurión que sabe que es pura miseria y, sin embargo, suplica al Rey de reyes ardorosamente, sin la menor tibieza!
Por los corrompidos y corruptores, por los viciosos, por los lujuriosos, por los soberbios, por los engreídos, por los tibios: perdón, Señor, perdón.