«Mientes más que La Gaceta». La «desinformación» ¿Un fenómeno nuevo?
(Por Luis B. de PortoCavallo) –
Como otras tantas sandeces, hoy en día se nos “vende” que la «desinformación» es un “fenómeno nuevo” que hay que vigilar, controlar e intervenir, causa directa de la nueva tecnología de la información y la comunicación (las TIC).
En realidad, la «desinformación», contra la que tanto despotrican todos los poderes fácticos, no es, ni ha sido, siempre, otra cosa que la acción de dar información insuficiente ―u omitirla―, intencionadamente manipulada, al servicio de fines espurios, para producir anomalías en la comunicación y tiene como efecto la ignorancia.
Existió en la demagogia griega; en el clientelismo y las múltiples guerras civiles de la Roma clásica; en los escritos de fray Bartolomé de las Casas; en todas las sectas protestantes contra los “papistas”; en la confección de la “leyenda negra” por holandeses e ingleses; en toda la producción de «libelos infamatorios» de la ilustración y los “filósofos enciclopedistas”, con despóticas ínfulas de “cientifismo”.
En todos los procesos revolucionarios posteriores, que se desarrollan en el s. XIX, especialmente, en toda la prensa liberal, auténticos panfletos incendiarios de propaganda en manos de políticos cicateros y sórdidos magnates.
En España, el Diario Oficial del Gobierno, durante mucho tiempo, tuvo el nombre de «La Gaceta», que originó dos expresiones coloquiales peyorativas en el s. XIX: la de «gaceta» en el sentido de «correveidile» ―el que lleva y trae embustes y chismes―, y la locución «miente más que La Gaceta».
Es decir, en el sentir popular, todo aquello que emanaba oficialmente de los órganos de los diferentes gobiernos no eran más que cuentos, chismes y embustes … y en éstas siguen, porque la “muy eximia” Sra. Vicepresidente Primero del Gobierno, Carmen Calvo Poyato, «cráneo privilegiado», a la sazón, Sra. Ministro de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática (sea todo ese rimbombante nombre, lo que sea o signifique), dispone, en el BOE núm. 292, del pasado 5 de noviembre de 2020, para general conocimiento, la publicación de la Orden (PCM/1030/2020), de 30 de octubre, y en anejo (sic) el Procedimiento de actuación contra la desinformación (8 págs.) aprobado, el día 6 de octubre de 2020, por el Consejo de
Seguridad Nacional ―nada más y nada menos―.
La instauración del periodismo “moderno”, por parte de Hearst y Pulitzer (el del premio), está cimentada en la «desinformación», convirtiendo toda historia en producto sentimentaloide y escandaloso, carente de veracidad, falto de hechos, de fuentes fraudulentas, de tratamiento difamatorio y manipulación informativa (como el «caso Olivette» o el hundimiento del acorazado USS Maine, que sirvieron de excusa para acabar provocando la guerra que, además facilitó el tan deseado dominio del Canal de Panamá).
En la Gran Guerra, la II GM y la posterior “guerra fría”, los sistemas de «desinformación», pasan a formar parte de los manuales militares de inteligencia. Mientras la «desinformación» ha formado parte y ha sido dirigida desde los aparatos de poder (gobiernos, políticos y poderes a su servicio), nunca antes hubo problema alguno.
No obstante, la obsesiva deriva por el control absoluto de la ciudadanía, de sus haberes y de sus pensamientos, por parte del statu quo de los despóticos regímenes actuales, pretende una sociedad servil, aduladora y sumisa, acrítica y meliflua. Una alienación donde las mentiras y falsedades “oficiales” sean las únicas “verdades” admitidas y tolerables. Arcaico, como el mismísimo «mysterium iniquitatis» en el hombre.
Donde los “detentadores de poder” (usurpación absoluta cada cuatro, cinco o seis años), desde sus altas peanas, interpelan mirando hacia abajo, ―«Quid est veritas?» (cual Pilatos), contestándose, ellos mismos, vanitas vanitatis, a sí mismos, ―«La verdad … somos nosotros, y nuestras circunstancias».
Para eso está “montado” el apócrifo “Estado de Derecho”, híper normativismo positivista, independiente de toda sustancia moral, en el que se nos ha encorsetado y en el que se nos incita a implorar que, hasta la cosa más nimia, esté regulada por el Estado.
Sentenciaba Tácito en el IIIer Libro de los Annales, «Corruptissima re publica, plurimae leges» (§.27). Por lo que, más bien, es un “Estado sin derechos”, pues a mayor cantidad de leyes ―de aquellos que se blindan y protegen, sometiendo el Estado a su antojo, frente a los derechos naturales―, menor derecho (personales ―del hombre― y comunitarios ―del pueblo―).
Así, se hace forzoso “certificar oficialmente”, por Decreto, lo que es verdad y lo falso; lo que NO se puede pensar y menos decir. Así se “reeducan” las conciencias para acomodarlas a lo que sea determinado, desde las gradas, en cada momento, por los “custodios del pensamiento”. Lo que plantea el dilema de Juvenal: «Quis custodiet ipsos custodes?» [¿Quién custodia a los que custodian?].
Hijos putativos de Voltaire predican: «Proclamo en alta voz la libertad de pensamiento. Y muera todo aquél que no piense como yo». Que corrigió el practicismo de su “discípulo” Napoleón: «En puridad, la libertad política es una fábula imaginada por los gobiernos, para adormecer a sus gobernados».
A la interpelación de ¿Controlar la «desinformación»?
No hay más remedio que responder con las “Razones del portugués”:
«Tem razão, Vossa Mercê, mais não toda y la pouca que você tinha, terminãis-la de perder».