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17 de marzo de 2022 0 / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / /

María Lara Martínez analiza su libro Historia de las Guerras de Religión

(Una entrevista de Javier Navascués) –

María Lara Martínez es historiadora y escritora. Doctora Europea por la Universidad de Castilla-La Mancha, y licenciada en Historia por la Universidad de Alcalá, está en posesión del Primer Premio Nacional del Fin de Carrera (Gobierno de España), del Premio Extraordinario y del Premio Uno de la UAH. Es profesora universitaria de Historia Moderna y Antropología. Jurado del Premio Nacional de las Letras Españolas (2012) del MECD, ha desarrollado estancias como Associate y Fellow en Harvard University, así como ha sido Profesora Erasmus Plus y Visitante en Bulgaria, Francia, Georgia, etc., faceta en la que sigue sumando viajes docentes como hispanista en otros territorios, es el caso de Cerdeña y Suecia. Con su hermana, la Profesora Laura Lara, en 2015 recibió el Premio Algaba por su libro Ignacio y la Compañía.

Del castillo a la misión (Ámbito Cultural de El Corte Inglés) y, en 2018, ambas publicaron el best seller Breviario de Historia de España, al que han seguido obras como Princesas en Jeans y Los caballos amarillos. Enfermedades que nadie vio venir. Es experta en el estudio de la brujería ante la Inquisición y voz autorizada en el análisis de la Historia de las religiones. En 2011 María Lara ganó el Premio de Novela Histórica «Ciudad de Valeria» con El velo de la promesa y, en 2014, la saga romana continuó con Memorias de Helena. Su tercera novela es Sin el estigma de Eva, protagonizada por Christine de Pizan. Académica de la Televisión, tiene secciones propias en radio. Realiza el espacio “Vamos a contar verdades” en Todo es Mentira en Cuatro. Es Embajadora de la Marca Ejército, por nombramiento del Ejército de Tierra, y miembro del Servicio Histórico y Cultural del Ejército del Aire.

En redes se le puede localizar en: @dramarialara en twitter, @historiahermanaslara en instagram, en facebook María Lara Martínez. 

En esta ocasión analiza su libro Historia de las Guerras de Religión.

¿Por qué decidió escribir un libro sobre las guerras de religión?

Al inicio el objetivo de mi pesquisa era investigar la incredulidad como causa inquisitorial. Trabajé con los legajos del Archivo Diocesano de Cuenca, del Archivo Histórico Nacional, etc., con volúmenes de la Biblioteca Nacional de España, de la Bibliothèque Nationale de France, y de la Bibliothèque Fondation Maison des Sciences de l’Homme, de París. El propósito era explorar causas de ateísmo en los expedientes del Santo Oficio. Pero, como si el ámbito de investigación tuviera apéndices que le permitieran desplazarse por el plano, desde la Historia los personajes fueron caminando hacia la Filosofía.

Cogí las maletas y me fui a Harvard, en Estados Unidos, donde realicé las estancias como Associate y Fellow del Real Colegio. Investigué en la Widener Library de Harvard University y recuperé testimonios primarios de personas incomprendidas del siglo XVII que vivieron en Reino Unido, Francia, Italia, Holanda, América, etc. De hecho, la universidad de Harvard fue fundada en 1636.

¿Por qué empieza con la Guerra de los 30 años? ¿Se puede decir que es la guerra de religión por antonomasia?

Como especialista en Historia Moderna, después del surgimiento de la Reforma con Lutero en 1517, la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) es esencial para conocer las mentalidades de la época de Rembrandt y Rubens, de Cervantes y Velázquez.

En el Renacimiento el Viejo Continente había sufrido numerosos enfrentamientos religiosos que, en el Barroco, estaban lejos de haber encontrado una solución. El tener que hablar de católicos y de protestantes para diferenciar los bandos evidencia cuál era el sustrato del problema. La túnica de la fe estaba rota.

En 1555 la Paz de Augsburgo había acuñado la máxima “cuius regio, eius religio”, de acuerdo al cual según fuera la religión del rey, sería la religión de los súbditos, aunque se los autorizaba a emigrar si no estaban conformes. Ocho años después de la victoria de Carlos V en la batalla de Mühlberg (1547), inmortalizada por Tiziano, Augsburgo fijaría el modelo confesional en una Europa atomizada en Iglesias nacionales desde la aparición del luteranismo y del calvinismo.

En la Guerra de los Treinta Años las matanzas se produjeron en nombre de la religión más que en defensa de las fronteras. Al ver los campos llenos de cadáveres y arrasados para las cosechas, entre el hambre y la enfermedad, muchos paisanos de Centroeuropa se preguntaban por qué invocando a Dios se cometían tantas aberraciones.

Los daños causados por esta contienda fueron horribles. En la Primera Guerra Mundial se estima que perecieron 60 millones de personas y en la Segunda, 70 millones. En la de los Treinta Años se calcula que pudieron morir 8 millones de personas; se trata de una cifra inferior a los dos conflictos del siglo XX pero, sin embargo, es un número escalofriante, teniendo en cuenta que no hubo escenarios extraeuropeos. A este factor hay que añadir las limitaciones de las comunicaciones y el escaso desarrollo de la industria militar.

Durante 3 décadas, la población del Sacro Imperio se vio reducida en un 30% a causa de la guerra, del hambre y de la enfermedad. Por citar una muestra de la barbarie, en la actual Alemania los ejércitos suecos destruyeron 2.000 castillos, 18.000 villas y 1.500 pueblos.

¿Por qué recalca el hecho de que los judíos al estar en la diáspora, sin sinagoga, fueron perseguidos?

En los siglos XVI y XVII hubo sujetos pertenecientes a la comunidad sefardita de Ámsterdam que criticaron la tradición rabínica y se mostraron partidarios de la no confesionalidad. En la dialéctica de estos “judíos sin sinagoga” con sus oponentes, los partidarios del hebraísmo tradicional, se perciben muchos matices que ayudan a comprender el papel que estos heterodoxos otorgaban a la religión natural, la cual vendría a ser una filosofía religiosa y ejercería de clave en el Siglo de las Luces. En paralelo, en las notas de Uriel da Costa o Juan de Prado, por citar algunos de los conversos excomulgados en los Países Bajos por sus correligionarios de sinagoga, se percibe el profundo amor que sentían por Sefarad, la patria que habían tenido que abandonar para profesar abiertamente la fe de sus ancestros aun cuando, en la libertad de Holanda, pronto se percatarían de que buscaban una Reforma de la Ley de Abraham. No solo hubo Reforma en el cristianismo, también en el judaísmo en el siglo XVII. Estos individuos se arriesgaron a defender, por encima de su propia subsistencia de su vida, que lo importante en una religión es tener un corazón comprensivo. Pero eso era muy adelantado para aquella etapa de lucha enfervorizada por las ideas de cada comunidad. Fue más fácil que los judíos sin sinagoga se entendieran con los cristianos sin iglesia que con sus paisanos de templo.

¿Al ser España de tradición católica, diferencia entre las guerras de la religión católica y las de las diferentes ramas del protestantismo?

Sí, porque dentro del protestantismo en el siglo XVII se desarrolló la Segunda Reforma, cuyos ideólogos pensaban que la primera Reforma había hecho las cosas a medias, al no romper el vínculo confesional. La Segunda Reforma, con movimientos como los de los colegiantes, los replicantes, etc., además de propugnar la libre interpretación de las Sagradas Escrituras, sostenían que debía haber una libertad de conciencia plena. A lo largo del siglo XVII, en el Viejo Continente, hay ejércitos luchando en las guerras de religión, pero también minorías perseguidas y segregadas que buscaban su espacio, físico o intelectual y, en esencia, trataban de encontrarse a sí mismas. Estas corrientes clandestinas del Barroco pusieron en valor la noción de ley natural pero, paralelamente, la llamada hacia el interior fue continua en estos individuos que reclamaban el libre uso del entendimiento y una religión natural cuyos principios eran inherentes a la propia condición humana.

Se suele aprender en Teología que la fe es el ojo del que mira, la lámpara (o el instrumento que facilita la iluminación) y la luz desplegada en torrente. El propósito de este libro es analizar tendencias de pensamiento de creyentes que consideraron que la religión podía unir más que dividir.

En España, en el siglo XVI, en el catolicismo, hubo movimientos dogmáticos, como el afianzamiento de la formación del clero propuesto por el Cardenal Cisneros, y otros casi heréticos, es el caso de la sed de alcanzar la salvación que haría que ciertos grupos buscaran soluciones de tipo místico, como los alumbrados en Castilla. Influía también en esta actitud más intimista el modelo de los practicantes de la devotio moderna, que seguían en los Países Bajos y en parte de Alemania y de Francia las pautas de los Frères de la vie commune (Hermanos de la Vida Común) de Windesheim.

Su religiosidad estaba orientada más hacia el interior, a diferencia de los ritos externos. La oración personal, la lectura de autores espirituales y la meditación comunitaria formaban parte de su día a día. Asimismo, pese a la prohibición, el protestantismo tuvo exponentes en la Península Ibérica en diferentes capas sociales en el siglo XVI: en la élite, con la reina y escritora Margarita de Navarra, y su hija Juana de Albret, y en el pueblo llano con las sevillanas María de Bohórquez e Isabel de Baena, que ardieron en la hoguera por luteranas.

¿Qué fue el libertinismo español?

En todos los países, en el siglo XVII los libertinos tenían que ir metafóricamente con máscara, para esquivar el control de las autoridades. Pero, en España, los pensadores anduvieron con astucia para no ser castigados con el sambenito y la coroza. El libertinismo español fue un movimiento que ha sido catalogado como tal posteriormente, pero que reclamaba la libertad de pensamiento y la experimentación en la ciencia. De la mano de los novatores (innovadores) se abrió camino en España la Ilustración, que llegó de manera secreta a los salones y tertulias repartidas por todo el país, sufriendo represión algunos de los médicos y filósofos adelantados del momento.

También en el libertinismo hay que hablar de otra dimensión menos erudita y más galante que se corresponde con los Don Juanes que hubo en España, más allá del tipo literario de Tirso de Molina, como el mismo Lope de Vega, seductor con hijos que decidió hacerse sacerdote. Y de los libertinos de capa y espada, como Antonio López de Vega, que nada tiene que ver con el anterior, sino que fue jurista, profesor de Cánones y Leyes y secretario del condestable de Castilla, don Bernardino Fernández de Velasco (1609-1652), cargo que reivindicó en la portada de El perfecto señor, su primera obra en prosa, publicada en 1626. No obstante, Lope de Vega, el autor de Fuenteovejuna, se refirió a su casi tocayo en diversas composiciones.

¿Cómo aborda el tema del Santo Oficio, tan atacado por la leyenda negra?

Si hay algo capaz de desbancar los tópicos es la investigación. Así, hoy descubrimos que la quema de las brujas no la ideó la Iglesia, que hubo varones (no solo damas) que urdieron hechizos y que, en los territorios mediterráneos, donde se instituyeron tribunales inquisitoriales en la Edad Moderna- España (1478), Portugal (1531) e Italia (1542)-, la persecución fue inferior a la registrada en Centroeuropa. Una vida vale lo mismo que mil. Sin defender lo injustificable a tenor de las cifras, estos factores llevarían a dar la vuelta a la Leyenda Negra.

¿Cuál fue realmente el desengaño del barroco?

Ante la vida del siglo XVII, la cultura docta estuvo marcada por el pesimismo, de manera que se ha llegado a plantear que “Barroco” y “desengaño” podrían ser sinónimos. En el capítulo relativo a los judíos sin sinagoga, hemos podido ver cómo el desengaño estaba presente en los poemas de Daniel Leví de Barrios en Ámsterdam.

En la Península Ibérica, los autores cantaron la fugacidad de lo terreno y la farsa de los sentidos (bajo la influencia del neoplatonismo). Ante este conflicto entre la apariencia y la realidad, es lógico que surgiera el escepticismo. Para Quevedo la existencia estaba formada por “sucesiones de difunto”: desde los pañales hasta la mortaja. En opinión de Calderón de la Barca, la vida era sueño. En el siglo XIX el existencialismo y el nihilismo beberían en las fuentes del desengaño barroco, de hecho Arthur Schopenhauer (1788-1860) afirmaba que la vida no era propiamente para “saborearla, sino para soportarla y anularla”.

¿Cómo podríamos definir lo que llama el encantamiento en Cervantes?

Las brujas y los fantasmas habitaban en la mente de Cervantes, un hombre de frontera: a caballo de dos civilizaciones, la cristiana y la turca, entre lo lícito y lo subversivo, entre Europa y las Indias, entre la realidad del mapa conocido y esas culturas paradisíacas con las que, en secreto, soñó sin poderlas pisar, pues no se le dio empleo ni licencia para viajar.

Cervantes recrea la duda y la racionalización del misterio. En la Novela Ejemplar El coloquio de los perros (1613), los canes Cipión y Berganza, antes humanos, conocían de primera mano a las temibles Montiela, Camacha y Cañizares. Por enero segaban trigo (ellas, no los canes) y en diciembre cultivaban rosas frescas. Además, remediaban los descuidos de las doncellas, tapaban la honra de las viudas alocadas, mostraban la silueta de los muertos en una uña y tornaban en animales a los varones que no aceptaban sus normas. De igual manera, don Quijote estaba harto de los “encantadores” que amenazaban su entereza y le sustraían el juicio.

En 1616 Cervantes profesaría en la Orden Tercera y en ese año moriría. Si siguiendo la expresión weberiana, la secularización estriba en el “desencantamiento del mundo”, cuando el caballero reniega en el lecho de sus andanzas y alecciona a su sobrina Antonia a no desposar varón atrapado en el séquito de Amadís, ¿no estaría vaticinando Cervantes en el colofón de su obra maestra que, ante el peso de los acontecimientos, el sueño no es más que el refugio de nuestro deseo?

Alude también al monstruo de Goya, nacido de una mente que vio tantos horrores en la guerra.

Tal vez cuando los sentidos nos niegan el auxilio de la naturaleza y la tristeza sumerge nuestro ánimo en sombrías turbulencias, solo nos quede el recurso a la imaginación y al ensueño. Algo así le debió ocurrir a Francisco de Goya, cuya genialidad lo hizo capaz de proyectar en el lienzo, en la plancha o en el papel las tinieblas esparcidas en su mente por la decepción o el desaliento. Él era un patriota y lo tildaban de afrancesado, estaba enfermo, se tuvo que ir al exilio, y conversaba con su amigo Moratín sobre las brujas de Zugarramurdi que, 200 años antes, habían marcado un punto de inflexión en el tratamiento de la brujería no solo en España sino en el mundo. Hay que recalcar que el fin de la caza de brujas se inició en España en el siglo XVII gracias al pacto de silencio de Alonso de Salazar y Frías, el inquisidor razonante.

Y acaba con la distinción entre el ser y el existir, que no son exactamente sinónimos.

La filosofía clásica marcaba que la esencia precede a la existencia, la contemporánea (a grandes rasgos) antepone la existencia. Esa misma pregunta metafísica la podemos trasladar al presente, ¿siempre que se existe se es?, ¿se puede ser sin existir? También en el libro tiene cabida el misterio con profecías castellanas que anticiparon sucesos como la Revolución Francesa.

Por último, ¿a qué se refiere con el disimulo como supervivencia?

La Profesora Laura Lara Martínez, mi hermana, escribe el prólogo y lo titula “Historia de un antifaz”. Es que en la Edad Moderna el arte del disimulo era una herramienta diplomática. Además fue en el siglo XVII cuando se inventa el traje del doctor de la peste y se hizo usual la máscara que ahora llevamos ante el coronavirus.

En el año de la excomunión judaica en Amsterdam de Prado y Spinoza, en 1656, en Madrid Velázquez pintaba Las Meninas. Los reyes Felipe IV y Mariana de Austria, reflejados al fondo, supervisan los juegos de su hija, la infanta Margarita, con sus amigos y con el mastín. El pintor se asoma por detrás del lienzo en un juego de espejos, pues parece que está pintando al espectador.

Velázquez lleva la cruz de la Orden de Santiago sobre el pecho, como símbolo de la cotizada limpieza de sangre. Todavía resulta un enigma cómo consiguió la distinción caballeresca. El artista sevillano ingresó en la Orden 3 años después de pintar el lienzo y apenas sobrevivió 9 meses, pues falleció de viruela a los 61 años. ¿Pudo añadir la distinción por la que tanto luchó? Una hipótesis apunta hacia otra mano, la del mismo monarca, pues Felipe IV sabía dibujar y hay referencias a un cuadro en el que aparece pintando.

Pero el arte del disimulo tiene un límite. Prado incumplió su promesa de no reincidir en los mismos delitos de forma que, al saber poco después toda la comunidad que había recaído en sus transgresiones, fue excomulgado en 1657. Mientras tanto, en la Península Ibérica Velázquez siguió desarrollando múltiples oficios en el Alcázar, desde pintor de cámara, a aposentador de palacios y acompañante de futuras reinas porque la guerra entre Francia y España se zanjó en 1659 en el Bidasoa con el intercambio de princesas.

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