Las reválidas
Se han producido manifestaciones estudiantiles en contra de las reválidas. Las califican “invento del franquismo”. Puede que haya algo de eso.
Las generaciones anteriores a la nuestra estudiaban el bachillerato en los institutos nacionales. O si lo hacían en colegios privados deberían examinarse, para pasar de curso, en los institutos. Es decir: se tenían que matricular en los centros estatales como alumnos oficiales o libres.
El primer plan de estudios de lo que denominan franquismo supuso una liberación parcial. Los colegios privados, en cuyo cuadro de profesores figurase un número determinado de licenciados, podían impartir, y dar el pase de uno al siguiente, cursos de bachillerato. Pero figuraban adscritos a un instituto oficial. Y para alcanzar el título de Bachiller, los alumnos debían superar una prueba en la universidad cabeza de su distrito. A nosotros nos correspondió hacerlo en la de Valladolid.
Ello era consecuencia del monopolio de la enseñanza que en estado liberal se había atribuido. Era el Estado el que expedía los títulos oficiales. Era lógico que ejerciera un control sobre la capacidad de quienes los recibían.
La reválida era nuestro “coco”. Nos presentábamos a ella con auténtico miedo. En nuestro colegio, la pasaban, “a la primera”, aproximadamente la mitad de los presentados. Había que superar un examen escrito y otro oral.
El primero consistía en un problema de matemáticas, a elegir entre dos enunciados, una traducción de latín y una redacción. Los que lo aprobaban pasaban al oral que se celebraba unas semanas después. En este examen, ante un tribunal compuesto por catedráticos de la universidad, nos preguntaban por diversas asignaturas. No todas las que habíamos estudiado en los siete cursos. Por razones que desconocemos, no entraban los idiomas modernos, el griego y la filosofía. Aunque, en nuestro curso, ya nos examinó sobre ésta el catedrático de literatura.
Pretender evaluar los conocimientos de un alumno en un sólo examen, es imposible. Ello daba lugar a resultados falsos. Había quien aprobaba por suerte. Y quien suspendía por mala suerte: un despiste derivado del nerviosismo.
Los colegios privados nos preparaban para el aprobado en la reválida. A ello dedicaban el séptimo curso. Del mismo eliminaban el griego y los idiomas para dedicar más tiempo a repasar las asignaturas “que preguntaban”. En los expedientes figuraban el griego y los idiomas como si se hubiesen cursado. Aplicándoles las calificaciones conseguidas en el curso anterior. El resultado era que, oficialmente, habíamos estudiado dos idiomas. Pero salíamos del bachillerato con débiles conocimientos de los mismos. Y quien, previendo su necesidad en el futuro, deseaba adquirir un conocimiento mayor de ellos, estaba obligado a asistir a academias especializadas.
No pretendemos dar la solución correcta. Pero sí aportar lo que nuestra experiencia nos ha enseñado. Creemos que el Estado debe renunciar al monopolio de la enseñanza y de la expedición de títulos académicos. De éstos, los hemos visto expedidos en nombre de S. M. El Rey, del Presidente de la República, De S. E. el Jefe del Estado y, de nuevo S. M. el Rey.
En la casa de unos amigos alemanes, conocimos el diploma de la concesión del grado de Doctor, expedido por el Rector de la Universidad Germánica de Praga. Fechado cuando Checoeslovaquia ya era independiente, redactado en latín, y aceptado en Alemania, donde el padre de nuestros amigos había ejercido de Profesor universitario.
Aprende el que necesita los conocimientos. Enseña el que sabe. Y la validez del título está respaldada por el prestigio del centro que lo expide.
Nuestros estudios superiores comenzaron con una huelga de protesta, porque a los titulados en el ICAI les iban a reconocer oficialmente el título. Desde años atrás los jesuitas regentaban en Madrid un prestigioso centro de enseñanza técnica. Sus cursos duraban dos años menos que los de la escuela oficial. Y las fábricas los contrataban para desempeñar las mismas funciones que los oficiales.
Repetimos: aprendían quienes lo deseaban, enseñaban quienes sabían, expedía los títulos una institución de prestigio y los titulados realizaban una función en la sociedad. El Estado en ello no intervenía para nada.
El Estado debe renunciar al monopolio de la enseñanza. Otra cosa es que la favorezca. Es la misma sociedad la interesada en que los jóvenes aprendan y se formen. La necesaria reforma será larga. Pero al fin será beneficiosa. Y se evitarán las huelgas y manifestaciones.