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11 de febrero de 2018 0

La monarquía de la reforma social

En la prensa de Bilbao se ha producido un intercambio de ideas. Un colaborador habitual escribió un artículo diciendo que no siempre es demócrata votar. Que no se pueden poner a votación cuestiones que ya han sido establecidas por la Constitución.

Otro colaborador menos habitual, pero que siempre aparece apoyando posturas extremistas, escribió su artículo rebatiendo las afirmaciones del anterior. No merece la pena que nos ocupemos de él

El primer colaborador ha escrito otro artículo intentando anular lo que se afirma en el anterior. De este último escrito vamos a ocuparnos. Para ello copiaremos el principio del mismo. Merece la pena.

Fue el abate Sieyés hace ya dos siglos el que inventó entre poder constituyente y poder constituido, y lo hizo para salir del embrollo trágico en que había entrado la Revolución francesa al proclamar la soberanía nacional. Porque había un problema, vaya que sí: el nuevo titular de aquel poder omnímodo, supremos y absoluto que había inventado Bodino llamándolo soberanía era el pueblo, o la nación toda: no había más ley que su voluntad. Pero los ciudadanos habían hecho la revolución para, precisamente, dejar de ser objeto pasivo del poder y verse protegidos en sus derechos como ser humano y ciudadano ante y frente, precisamente, el poder. Y para ello había que limitarlo mediante reglas. Un poder al mismo tiempo absoluto y limitado, difícil conciliación.

Discurrió nuestro abate distinguir dos momentos en la vida del poder. El primero es el poder constituyente, el poder de crear una nación y un nuevo orden jurídico: en ese momento “la nation est la loi elle même”, no existen límites a su voluntad terrible. Pero en ese mismo acto de crear, el poder se limita a sí en un poder constituido, en un poder sometido a las reglas de un Estado de derecho que ya no lo puede todo, sino lo que éstas le permiten.

Hemos visto cómo un culto escritor liberal, intentando dar a los sistemas nacidos de la revolución una estabilidad y orden que, en España nunca han logrado, desvela las contradicciones internas de la democracia.

Surge el sistema revolucionario que rompe con todo lo anterior. Y se entra en “un embrollo trágico”. Entonces, un abate, que con toda seguridad había sido formado en los principios del régimen prerrevolucionario, se inventa la distinción entre el “poder constituyente” y el “poder constituido”. Algo que el autor del artículo reconoce “de difícil conciliación”. Y a nosotros se nos presenta como de imposible conciliación.

Aceptemos la idea del autor. Ya tenemos una Constitución y al crearla hemos renunciado a introducir en ella modificaciones. ¿Qué hacer cuando se demuestra que esas modificaciones son necesarias? Porque no creemos que ningún doctrinario liberal se atreva a proclamar que las constituciones son obras perfectas. Son obra de hombres limitados por su naturaleza. Y limitadas en el tiempo en que han sido redactadas.

El fallo de los sistemas republicanos, revolucionarios, es ese: no admiten las reformas que exige la evolución de la sociedad a lo largo del tiempo.

En la década de los cincuenta del pasado siglo, el Prof. López Amo publicó un esclarecedor librito, titulado como el presente artículo, en el que demostraba cómo la República romana hubo de ser sustituida por el Imperio, para hacer frente a los problemas sociales que había surgido con motivo de la expansión de la Urbe. Lo comparaba con las monarquías que nos trajeron los bárbaros, que subsistieron hasta la Revolución. Con las modificaciones que exigía la evolución de la sociedad. Porque, demostraba el Prof. López Amo, la gran ventaja del sistema monárquico sobre el republicano es su flexibilidad, frente a la rigidez de éste. Flexibilidad que le permite adaptarse a las necesidades cambiantes.

La Revolución ha hecho, o lo ha pretendido, un dios de cada hombre. Todo lo ha puesto bajo su voluntad. Ya se encuentra con una dificultad a la hora de compaginar las voluntades de los distintos hombres. Pero tiene otro problema: los hombres cambian con el tiempo. Su voluntad es voluble. La Revolución se basa en algo que es voluble; carece de permanencia.

La Tradición se basa, por el contrario, en Dios. En Dios eterno. Invariable. Tiene, por tanto, una base inconmovible. Sobre esa base inconmovible va evolucionando, a través de los tiempos, en aquellas cuestiones que van cambiando. Los regímenes de la Revolución tienen fecha corta de caducidad. En el actual sistema democrático, que no tiene más que cuarenta años, son muchas las voces que piden reformas.

Frente a esas voces, los más sensatos, los que pretenden que el sistema no acabe en un caos, invocan la voz de un abate francés de hace dos siglos. Pero como esa voz es la de otro hombre, los que piden reformas no la hacen caso.

Si queremos un sistema firme, que, a la vez se adapte a la evolución de los tiempos, no tenemos otra salida que la Monarquía Tradicional. La que se estableció en España con Recaredo en el siglo VI y ha regido hasta los tiempos presentes, adaptándose a los cambios sociales. Ese sí que es el mejor de los sistemas posibles. Con todos sus defectos a la hora de su puesta en práctica por hombres limitados.

 

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