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4 de noviembre de 2016 0 / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / /

El Rey, garantía de unidad

S.M.C. CARLOS VII
S.M.C. CARLOS VII

Examinando el aspecto más triste de la historia de nuestra Comunión, que ha sido el de nuestras muchas escisiones, nos hemos centrado en el papel que en las mismas ha jugado la persona del Rey. Y sobre todo en el concepto que los carlistas hemos tenido de su figura, de sus obligaciones y de sus funciones.

Partiendo de que el Rey es uno de los tres componentes del trilema, dejemos sentado que no podemos prescindir de él. El Rey siempre es un hombre al que la Providencia le ha encomendado una misión importantísima para la sociedad. Por eso se le debe la lealtad que los buenos carlistas han manifestado siempre por sus Reyes.

Nos viene a la memoria la anécdota que Pérez Olaguer recogía en su obra “Los de siempre”, de aquel oficial castellano que era transportado en camilla desde las trincheras de Somorrostro al hospital de Portugalete. Se le acercó don Carlos y le preguntó:

-¿Tú qué tienes?

– Ahora, Señor, sólo un brazo para serviros.

Una granada liberal le había arrancado el otro.

Y es que el Rey, aunque no sea más que un hombre, merece toda nuestra lealtad y entrega, que están dirigidas al servicio de la Causa. De la Causa en la que el Rey, el hombre, es el principal servidor.

Un error por nuestra parte ha sido no tener en cuenta esta condición humana de los Reyes. Para algunos el Rey tenía que estar adornado con todas las perfecciones, Como si no fuera un hombre. Y como veían en él determinados defectos, llegaban a la conclusión que no podía ser el Rey y se rebelaban contra él.

De esos rebeldes hemos conocido a muchos que se cebaban criticando su conducta personal, sin advertir que ellos mismos caían en los mismos defectos que veían en él. Un amigo nuestro, de mayor edad, mantenía una constante relación con el que había sido su director espiritual en sus años de colegial. Le visitaba con frecuencia. Una de sus visitas coincidió con la llegada de la noticias del fallecimiento de don Jaime I (III de Aragón). Mientras esperaba al sacerdote objeto de su visita, otro miembro de la misma congregación, conocedor del acendrado Carlismo de nuestro amigo se acercó a él. Comentó el fallecimiento del Rey, y siguió enumerando sus defectos. Surgió la discusión, pues nuestro amigo defendía la figura del Rey. Y llegó el otro sacerdote que, al enterarse del motivo de la discusión dijo indignado: “¡Cállese Vd.! que el Papa con ser Papa, tiene que pasar por el confesionario”.

Que las escisiones motivadas por discrepancias con el Rey carecían de motivo, lo prueba la facilidad con que volvieron al Carlismo los escindidos, tan pronto como se proclamó la República. Ya antes de fallecer don Jaime, en Pamplona se celebró un mitin conjunto de jaimistas, mellistas e integristas.

En otras ocasiones se pecó por el lado contrario. Al Príncipe se atribuyeron capacidades y virtudes superiores a las de un hombre normal y que no eran necesarias para el ejercicio de su función. Así mientras don Carlos VII rechazó, como calumniosa, la acusación de que se había constituido en maestro de doctrina, don Carlos Hugo afirmaba en unas declaraciones a la revista italiana Oggi, en marzo de 1965, que lo que él iba a traer a España era “algo nuevo”.

Y no faltaban los que le presentaban como un ser extraordinario porque “había estudiado en universidades europeas”. El resultado de su actuación, ya lo hemos visto.

Necesitamos un Rey. Pero tengamos presente que es un hombre. No pretendamos sea un arcángel. Una vez recaiga en él la Legitimidad de Origen, podremos, y deberemos, exigirle que acepte los principios de la Tradición Española, en contra de los de la Revolución, hoy de moda.

Pero no exijamos de él más que lo estrictamente necesario. A todos nos gustaría tener a nuestro frente un nuevo Carlos VII. Residiendo en Venecia, en su palacio de Loredán. Dedicado plenamente a los asuntos de España. Pero eso es hoy imposible.

Los tiempos han cambiado. Hasta la primera Guerra Mundial los príncipes no tenían necesidad de pasaporte. Pasaban las fronteras simplemente dándose a conocer. Hoy eso no es posible.

Nuestros Reyes no pisaban territorio español. Aclarémonos: don Carlos VII lo hizo durante la guerra de 1872-1876, como soberano de las tierras en que dominaban sus ejércitos. Don Jaime visitó España de incógnito, algo que no gustó a su padre. Públicamente entró en Irún después de la Peregrinación de la Lealtad en 1913. Las autoridades que cuidaban la frontera, con muy buen criterio, hicieron la vista gorda. En otros viajes llegó a presenciar unas pruebas hípicas en el hipódromo de la Zarzuela, en el curso de las cuales fue identificado por el Usurpador. Hoy las cosas han cambiado; existe libertad de tránsito por las fronteras de la U.E.

Por otra parte, el papel que don Felipe juega hoy no tiene la importancia que en su día tuvo el de don Alfonso.

Es imposible, en una palabra, que nuestro posible Rey viva en las mismas circunstancias que vivió don Carlos VII. No dificultemos el encuentro del Rey, que necesitamos, exigiéndole, en detalles secundarios, una conducta imposible para él.

Si conseguimos que acepte los principios de la Tradición española, demos gracias a Dios y agrupémonos junto a su persona como lo hicieron quienes nos precedieron en la lucha por la Verdad.

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