Cómo afrontó San Carlos Borromeo la epidemia de su tiempo
por Roberto de Mattei (publicado en Adelante la Fe)
San Carlos Borromeo (1538-1584), cardenal de la Santa Iglesia Católica y arzobispo de Milán de 1565 a 1583, fue calificado en el decreto de su canonización como «un hombre que, mientras el mundo le sonríe con grandes halagos, vive crucificado en el mundo, vive del espíritu, pisoteando las cosas terrenales, busca continuamente las celestiales, no solo porque desempeñaba el oficio de un ángel, sino porque emulaba en la tierra los pensamientos y las obras de la vida de los ángeles» (Paulo V, bula Unigenitus del 1 de noviembre de 1610).
La devoción a los ángeles acompañó la vida de San Carlos, al cual el conde de Olivares, don Enrique de Guzmán, embajador de Felipe II en Roma, caliífico de «más ángel que hombre» (Giovanni Pietro Giussano, Vita di San Carlo Borromeo, Stamperia della Camera Apostolica, Roma 1610, p. 441). Muchos artistas, como Teodoro Vallonio en Palermo y Sebastien Bourdon han representado en sus pinturas a San Carlos Borromeo contemplando a un ángel que reenfunda su espada ensangrentada, dando con ello a entender que había cesado la terrible epidemia de peste de 1576.
Todo había comenzado en el mes de agosto de aquel año. Milán estaba en fiesta para recibir a Don Juan de Austria, que iba a pasar por el Camino Español por haber sido nombrado gobernador de Flandes. Las autoridades de la ciudad se desvivían por agasajar al príncipe hispano con los máximos honores. Pero Carlos, que ya llevaba seis años ejerciendo como prelado de la archidiócesis, seguía con preocupación las noticias que llegaban de Trento, Verona y Mantua, donde la peste ya había comenzado a segar vidas. Los primeros casos se dieron en Milán el 11 de agosto, precisamente cuando llegaba Don Juan de Austria. El vencedor de Lepanto, seguido del gobernador don Antonio de Guzmán y Zúñiga, se alejó de la ciudad mientras Carlos, que había ido a Lodi para asistir a los funerales del obispo, se apresuró a ir allí. En Milán reinaban el miedo y la confusión, y el arzobispo se dedicó por entero a asistir a los enfermos y mandó elevar oraciones públicas y privadas. Dom Prosper Guéranger sintetiza con estas palabras la inagotable caridad del obispo: «Ante la ausencia de las autoridades locales, organizó los servicios sanitarios, fundó y renovó hospitales, consiguió dinero y víveres y decretó medidas preventivas. Ante todo hizo las diligencias para proporcionar socorro espiritual, asistencia a los enfermos, sepultura a los muertos y la administración de los sacramentos a los habitantes de la ciudad, que estaban confinados en su casa, entre otras medidas preventivas. Sin temor al contagio, sufragó personalmente los gastos visitando hospitales, encabezando procesiones de penitencia y haciéndose de todo a todos como un padre y verdadero pastor» (L’anno liturgico – II. Tempo Pasquale e dopo la Pentecoste, Paoline, Alba 1959, pp. 1245-1248).
San Carlos estaba convencido de que la epidemia era un azote enviado por el Cielo en castigo por los pecados del pueblo, y de que para remediarla era preciso recurrir a medios espirituales: la oración y la penitencia. Reprochó a las autoridades civiles que hubieran cifrado su confianza en medios humanos y no divinos. «¿No habían prohibido todas las reuniones pías, y todas las procesiones durante el tiempo del Jubileo? Tenía el convencimiento de que ésas habían sido las causas del castigo» (Chanoine Charles Sylvain, Histoire de Saint Charles Borromée, Desclée de Brouwer, Lille 1884, vol. II, p. 135). Los magistrados que gobernaban la ciudad siguieron oponiéndose a las ceremonias públicas por temor a que las aglomeraciones aumentaran el contagio. Pero Carlos, que estaba guiado por el Espíritu de Dios –señala otro de sus biógrafos–, lo convenció aduciendo varios ejemplos, entre ellos el de San Gregorio Magno, que había detenido la plaga que asolaba Roma en el año 590 (Giussano, op. cit. p. 266).
Mientras se propagaba la epidemia, el arzobispo ordenó tres procesiones generales, que tendrían lugar los días 3, 5 y 6 de octubre en Milán a fin de aplacar la ira de Dios. El primer día, aunque no fuera cuaresma, el santo impuso cenizas en las cabezas de millares de personas congregadas mientras las exhortaba a la penitencia. Concluida la ceremonia, la procesión se dirigió a la basílica de San Ambrosio. Él mismo iba a la cabeza del pueblo vistiendo capa morada y capucha, descalzo, con la cuerda de penitente al cuello y portando una gran cruz. En la iglesia predicó sobre la primera lamentación del profeta Jeremías, Quomodo sedet sola civitas plena populo, y afirmó que los pecados del pueblo habían provocado la justa indignación de Dios.
La segunda de las procesiones encabezada por el cardenal se dirigió a la basílica Mayor de San Lorenz. En su sermón, aplicó a la ciudad de Milán el sueño de Nabucodonosor narrado por el profeta Daniel, «haciendo ver que la venganza divina había caído sobre la urbe» (Giussano, Vita di San Carlo Borromeo, p. 267). El tercer día, la procesión se dirigió desde la catedral hasta la basílica de Santa María en las inmediaciones de San Celso. San Carlos portaba en sus manos la reliquia del Santo Clavo de Nuestro Señor, que el emperador Teodosio había donado a San Ambrosio en el siglo V, y concluyó la ceremonia con un sermón titulado Peccatum peccavi Jerusalem (Jeremías 1,8).
La peste no tenía visos de disminuir, y Milán era una ciudad desierta, porque un tercio de la población había perdido la vida, y los demás estaban en cuarentena o no se atrevían a salir de su casa. El arzobispo ordenó que en las principales plazas y encrucijadas de la ciudad se erigiesen unas veinte columnas de piedra coronadas por una cruz para que los residentes de todos los barrios pudiesen asistir a las misas y rogativas públicas asomados a las ventanas de sus viviendas. Uno de los santos protectores de Milán era San Sebastián, el mártir al que habían recurrido los romanos durante la peste del año 672. San Carlos propuso a los magistrados milaneses reconstruir el santuario dedicado al santo, que estaba en ruinas, y celebrar durante diez años una fiesta solemne en su honor. Por fin, en julio de 1577 cesó la peste, y en septiembre se colocó la primera piedra del templo cívico de San Sebastián, donde el veinte de enero de cada año se sigue celebrando todavía una Misa para conmemorar el fin de la epidemia.
La epidemia de peste que castigó Milán en 1576 fue lo mismo que había sido para Roma el saqueo de los lansquenetes cincuenta años antes: un castigo, pero también una ocasión de purificarse y convertirse. San Carlos Borromeo compiló sus meditaciones en un Memorial, en el que entre otras cosas escribió: «Ciudad de Milán, tu grandeza se alzaba hasta los cielos, tus riquezas se extendían hasta los confines del mundo (…) Repentinamente, viene del Cielo la peste, que es la mano de Dios, y de golpe y porrazo ha sido abatida tu soberbia» (Memoriale al suo diletto popolo della città e diocesi di Milano, Michele Tini, Roma 1579, pp. 28-29). El santo estaba convencido de que todo ello se debía a la gran misericordia de Dios: «Él hirió y Él sanó; Él azotó y Él curó; Él empuñó la vara de castigo, y ha ofrecido el báculo de sostén» (Memoriale, p. 81).
San Carlos Borromeo falleció el 3 de noviembre de 1584 y está sepultado en la catedral de Milán. Su corazón fue solemnemente trasladado a Roma, a la basílica de San Ambrosio y San Carlos en la Vía del Corso, donde todavía es venerado. Innumerables iglesia le están dedicadas, como el majestuoso templo Karlsikirche [iglesia de S. Carlos, N del T.] en Viena, edificado en el siglo XVIII como acto votivo del emperador Carlos VI, que había encomendado la ciudad a la protección del santo durante la peste de 1713.
Durante los dieciocho años que estuvo al frente de la archidiócesis de Milán, San Carlos se dedicó con igual empeño a combatir la herejía, a la cual consideraba la peste espiritual. Según San Carlos, «ninguna otra culpa ofende más a Dios, ninguna provoca más su ira que el vicio de la herejía, y a su vez, nada arruina tanto las provincias y los reinos como esta horrenda pestilencia» (Conc. Prov. V, Pars I). Citando esta frase, San Pío X lo calificó de «modelo del rebaño y los pastores en los tiempos modernos, inquebrantable defensor y asesor de la verdadera reforma católica contra aquellos recientes innovadores, cuya intención no era la reintegración, sino más bien la deformación y destrucción de la fe y las costumbres (encíclica Edita saepe del 26 de mayo de 1910).