Cultura y enculturación: una mirada más allá del universalismo
Por Javier Manzano Franco
Cuando la antropología moderna habla de “cultura”, suele apoyarse en la definición clásica de Edward Tylor: ese “todo complejo” de conocimientos, creencias, artes, costumbres y hábitos que adquirimos como miembros de una sociedad. A primera vista, esta definición parece inofensiva, incluso útil: todos los pueblos tienen cultura, todos los hombres aprenden y transmiten símbolos.
Pero si nos detenemos un momento, advertimos que algo se ha perdido en el camino. En esta visión, la cultura se reduce a un aprendizaje social, a un “programa” transmitido de generación en generación (como decía Clifford Geertz, comparable a un software que gobierna nuestra conducta). El símbolo aparece como una convención arbitraria, desconectada de cualquier necesidad natural, de cualquier enraizamiento cósmico o trascendente.
La cultura, sin embargo, nunca ha sido solo un código de comportamiento. En su sentido fuerte, es una forma de vida integral: una manera de habitar el mundo, de comprender el lugar del hombre entre el cielo y la tierra. Las culturas tradicionales no conciben el símbolo como una etiqueta intercambiable, sino como la expresión de correspondencias reales entre el microcosmos humano y el macrocosmos universal. La cruz, el círculo o la montaña sagrada no son “signos arbitrarios”: son figuras que revelan un orden profundo de la realidad.
Lo mismo ocurre con la enculturación. La antropología describe cómo los niños aprenden a decir “gracias” o a comer de un modo particular. Pero más allá de esos hábitos visibles, cada tradición transmite una cosmovisión que orienta el ser entero del hombre. No se trata solo de comportamientos, sino de un ethos compartido, una manera de experimentar la vida, la muerte, la naturaleza y lo sagrado.
Hoy, en un mundo globalizado, antropología y sociología tienden a converger: ambas estudian migraciones, urbanización, desigualdades. Pero esa convergencia académica refleja un fenómeno más profundo: la homogeneización cultural. Se analiza la diversidad no para preservarla, sino para gestionarla en nombre de un universalismo abstracto. El riesgo es claro: olvidar que cada cultura posee un valor propio, irreductible a un “patrón común” planetario.
Frente a la metáfora del “software cultural”, conviene recordar que la cultura es, antes que nada, destino compartido. No somos programados, sino formados dentro de tradiciones que nos conectan con generaciones pasadas y futuras. La cultura, en su verdadero sentido, es memoria viva, experiencia simbólica y pertenencia a una comunidad concreta.
En definitiva, más que un simple objeto de estudio científico, la cultura es lo que nos constituye como seres humanos y comprenderla exige algo más que observar desde fuera: requiere reconocer el valor intrínseco de cada tradición, de cada cosmovisión, de cada pueblo que hace del mundo un mosaico irrepetible.