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29 de septiembre de 2025 0

Relativismo cultural y pluralismo

Por Javier Manzano Franco

En las últimas décadas, la antropología y las ciencias sociales han debatido intensamente el lugar del relativismo cultural en un mundo cada vez más interconectado. El relativismo clásico, formulado de manera clásica por Franz Boas y sus discípulos, sostenía que cada cultura debía comprenderse en sus propios términos, como un universo autónomo de significados, costumbres y valores. Esta perspectiva fue un antídoto frente al etnocentrismo occidental, que tendía a medir a todas las sociedades según los parámetros de Europa y su idea de progreso.

Sin embargo, en el mundo del siglo XXI las culturas locales no se ven amenazadas únicamente por el contacto con otras tradiciones, sino por la presión de un sistema global que pretende disolverlas: turismo de masas, medios de comunicación globales, grandes instituciones financieras e inmigraciones dirigidas se convierten en instrumentos de uniformización. Lo que se presenta bajo el nombre de “multiculturalismo” no es una verdadera pluralidad, sino un mecanismo de disolucion de los pueblos concretos en una masa intercambiable, apta para el consumo y la economía global.

Tanto el universalismo como el relativismo extremo conducen a paradojas peligrosas. El universalismo liberal, expresado en los discursos de los “derechos humanos” entendidos como principios abstractos e idénticos para todos, convierte en obligatoria una moral de mercado y consumo que desconoce las tradiciones anteriores. En nombre de la “Humanidad” se difunde un modelo cultural y económico inspirado en Occidente y el mercado global que amenaza con borrar las diferencias.

Por su parte, el relativismo cultural clásico, que en su origen buscaba dignificar las formas de vida no occidentales, ha terminado convertido en coartada ideológica para legitimar la apertura indiscriminada de las fronteras y el vaciamiento de las identidades locales. La exaltación de la “tolerancia” muchas veces termina sirviendo al mismo sistema que disuelve identidades y convierte las diferencias en mercancías exóticas dentro de una cultura de consumo mundial.

El sistema promueve la inmigración masiva no para fomentar el respeto a las diferencias, sino para desarraigar a las comunidades, destruir los vínculos culturales y sustituir las lealtades históricas por la única identidad que realmente le interesa: la del consumidor global. Bajo la retórica del pluralismo se esconde un proyecto de homogeneización que convierte las culturas en mercancías, en “colores” de un escaparate turístico y comercial.

La verdadera diversidad cultural no se mide por el número de lenguas habladas en un mismo barrio ni por la coexistencia superficial de costumbres, sino por la existencia de pueblos vivos y arraigados en su territorio (no desarraigados y transplantados a otro) que conservan su propia cosmovisión, sus ritos, su memoria y su forma de organizar la vida. Proteger esa diversidad implica resistir tanto al universalismo uniformador como al inmigracionismo funcional al mercado.

Frente al relato dominante, las identidades no sobreviven en la mezcla indiscriminada, sino en el arraigo. La pluralidad auténtica solo puede sostenerse sobre comunidades seguras de sí mismas, capaces de perpetuar sus valores y transmitirlos a sus descendientes. La lucha contra el FMI, la OMC o el Banco Mundial es inseparable de la defensa de esas comunidades frente a un modelo que busca reducirlas a piezas intercambiables del engranaje global.

El desafío, en definitiva, no es elegir entre etnocentrismo y relativismo, sino rechazar la falsa diversidad que promueve el sistema y defender la pluralidad real de los pueblos contra el universalismo abstracto y contra el inmigracionismo disolvente. Solo así podrá existir una humanidad plural, no como masa homogénea, sino como concierto de comunidades que permanecen fieles a su ser.

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