Quantus tremor est futurus
(Por Castúo de Adaja)
Para la ocasión en que se publica este artículo, he decidido escoger por título el primer verso de la segunda estrofa del himno medieval Dies irae. Y no es para menos, pues he reconocer que me he sentido compungido y asustado al ver, con tanta antelación, la preparación en “masa” – y cuanto ello supone para la deshumanización del hombre devorado por el fenómeno de la misma – de los “decorativos” para la pagana y diabólica fiesta del Halloween.
El franciscano Tomás de Celano (1200-1260), amigo y biógrafo de San Francisco de Asís, tuvo a bien regalar a la Iglesia un himno que no es solamente utilizado en la liturgia de difuntos (o lo era, antes de darse cambios en el Misal en 1962, 1965, 1967, 1969 y, finalmente, reescribirse la liturgia eucarística con el Novus Ordo Missae de 1972, inspirado por Annibale Bugnini), sino que supone un recordatorio a modo de oración para el cristiano. La preparación del alma para el Juicio Final y el recordatorio del Infierno – que hoy, más que recordarse, tendría que enseñarse de 0 en la mayoría de las parroquias – producen en aquél que escucha esta loa a la santidad un sentimiento de enamoramiento por nuestra fe. En primer lugar, nos recuerda los horrores del ínferos, es decir, de lo que cae por debajo de la condición humana; lo contrario a la elevación de su alma a la santidad querida por Dios. En segundo lugar, sin embargo, nos aporta unos recordatorios de extrema belleza al indicarnos, como recoge San Juan en el Apocalipsis, las múltiples ocasiones que da el Señor para salvarnos. Y de esta manera puede leerse: “Rex tremenda maiestatis / qui salvandos, salvas gratis / salva me, fons pietatis” (“Rey de tremenda majestad, que salvas sólo por tu gracia, sálvame, fuente de piedad”).
No obstante, esto es un blog de actualidad y no de discusión litúrgica. Así pues, y retornando a la centralidad de nuestro título, hemos de recordar que “Será un día de ira, aquel día en que el mundo se reduzca a cenizas” (“Dies irae, dies illa / solvet saeclum in favilla”), de lo cual se extrae nuestro título, que puede traducirse como: “¡Cuánto terror habrá en el futuro! Y terror hay, sin duda alguna, porque asistimos a una acción eminentemente diabólica, pues proviene del latín diabolum, y ésta, a su vez, del griego διάβολος, que significa “dividir”. Pero, ¿qué divide? Divide el “trigo de la cizaña”, pues se produce un culto pagano a la muerte y al fenómeno antropológico – por Cristo superado – del contacto entre el “mundo de los espíritus” y el de los hombres, en una festividad denominada “Samhain”, de origen céltico-druídico, donde, entre otros aspectos, se sucedían sacrificios humanos.
Obviaremos la más que conocida evolución de aquel festival, que fue contestado por la acción del Papa Bonifacio IV (c. 550-615), quien instituyó el “Día de todos los santos”. La actual, persistente y creciente invasión de una aberración producto del modernismo ha inundado las calles de los otrora católicos lugares de la Cristiandad europea. Y como quiera que en este blog nos gusta dar una pincelada sobre el asunto, así lo haremos de nuevo.
De los hechos factuales, está todo dicho. Del origen de esta “disociación” – división – podemos retrotraernos a los avances de la technos (técnica) en los ss. XVII-XVIII, que se verían, en época del laicismo ilustrado, como una evolución del hombre hacia una independencia completa de Dios. Por no alargarnos mucho – pues será objeto de otra entrada del blog – diremos que, de todas las experiencias del saber histórico, sabemos que una sociedad sin Dios es una sociedad condenada al fracaso. Sucedió con el monstruo creado en la Revolución Francesa, cuando Maximilien Robespierre se vio obligado a dotar al “nuevo pueblo francés” de una deidad a la que rendir culto después del caos y fracaso tras declarar el ateísmo del Estado. La nueva deidad, la “diosa razón”, fue encarnada en la figura de Sophie Fournier (Sophie Momoro), y entronizada sacrílegamente en un acto presidido por una prostituta en la catedral de Nuestra Señora de París. Pero tanto la primera (esposa del revolucionario Antoine-François Momoro) como la segunda, además del mencionado esposo, fueron devorados por la propia atrocidad de quienes les dieron forma, siendo guillotinados y asesinados vilmente por un pueblo emancipado de la cualidad inmanente del ser humano: su condición de criatura de Dios.
Creerá, estimado lector, que este breve pasaje que hemos mencionado apenas sí tiene que ver con la “festividad” del Halloween actual, pero en ello se equivoca. Los tentáculos del modernismo, que ya se han infiltrado en la Iglesia, pervirtieron en la patria liberal-masónica de Estados Unidos – recordemos que los “Founding Fathers” eran todos masones demostrados, George Washington el primero – el culto a la “muerte en Cristo”, que introdujo San Pablo, para, primero, destruir la fe y, posteriormente, proceder “inocentemente” con el culto al diablo, que no es otro que el Gran Arquitecto del Mundo “Baphomet”, adorado por la gnosis masónica según las Constituciones de Anders.
Finalizo con mi reflexión: ¿dejarán ustedes que su juventud rinda culto, aunque inconscientemente, a quien se rebeló ante Dios con su non serviam? ¿Dará la batalla el lector, no sólo contra la invasión extranjera de nuestras costumbres, sino de nuestra identidad como cristianos? Entre los horrores que ha conocido la humanidad contemporánea, nada de infantil e inocente puede hallarse en el festejo del Halloween, como tampoco se encontraba en los años del terror francés o en la raíz gnóstica del liberalismo masónico. Que jueguen y se “diviertan” pervirtiendo su alma, que luego llegará “el llanto y el rechinar de dientes” (Mt 13, 50); o, como indicaba con mi título: “Quantus tremor est futurus /quando Iudex est venturus / cuncta stricte discussurus” (¡Cuánto terror habrá en el futuro cuando el juez haya de venir para hacer estrictas cuentas!).
Celebremos, pues, el haber sido sepultados por el bautismo en la muerte de Cristo (cf. Rm 6, 4); despojémonos de toda acción del Maligno; y recordemos a esta España agonizante y al mundo entero que el Señor de la Muerte es Cristo Jesús. ¡Viva Cristo Rey!