La corrección política: el arma fundamental del totalitarismo líquido. Entrevista a César Félix Sánchez
(Una entrevista de Javier Navascués) –
César Félix Sánchez es profesor de diversos cursos de filosofía e historia del pensamiento en centros de estudios y universidades de Arequipa, Perú. Conversa con nosotros sobre un tema de actualidad candente: la corrección política.
¿Qué entendemos por corrección política?
El origen de este término se encuentra en el centralismo democrático, esa suerte de oxímoron perverso con el que Vladimir Illich Ulianov alias Lenin bautizó su peculiar –y bastante perfecto- método para tiranizar grupos humanos ad intra. Como se sabe, Lenin consideraba que el partido revolucionario no debía de ser un partido de masas (como el partido social-revolucionario ruso, que, recordemos, era el partido de izquierda mayoritario antes de la dictadura bolchevique o como los socialdemócratas alemanes), porque el riesgo de ser un partido de masas era la moderación y el parlamentarismo. Es decir, el amoldamiento a la vieja sociedad y sus tradiciones y jerarquías. Si se quería crear una nueva sociedad, había que crear un partido de cuadros, es decir, de revolucionarios selectos y secretos, que se veía a sí mismo como la vanguardia del proletariado, dispuesto, a la primera oportunidad, a hacerse con el poder. Su relación con las masas tenía que ser a través de organizaciones de fachada (como ligas por la paz o sindicatos), pero siempre habría de ser pequeño y profesional.
El partido de cuadros era gobernado por medio del centralismo democrático, un modo de liderazgo que decidía la «línea política del partido» en base a una supuesta discusión «abierta» entre la oligarquía partidaria más alta. Una vez decidida la «línea del partido», nadie podía discutirla ni cuestionarla. Las alas o tendencias dentro del partido estaban proscritas. Y siendo que, en el estado soviético de partido único, el partido se confundía con la sociedad, los méritos del buen ciudadano en todos los campos de la actividad humana se valoraban en la medida en que este asumiese la «línea política del partido». Si lo hacía, era considerado políticamente correcto y, por ende, un elemento confiable.
Lo curioso es que cuando la lógica de poder variaba, inmediatamente no solo cambiaba lo que era correcto políticamente sino incluso el pasado. Son famosas esas anécdotas de cómo, cuando algún líder histórico caída en desgracia durante las purgas estalinistas, se retiraban las ediciones de la Enciclopedia Soviética y eran reemplazadas por otras, con la misma fecha de impresión, donde páginas enteras y fotografías habían desaparecido, reemplazadas por otros contenidos. Esta corrección política dura se vivió en la URSS y en los países de Europa del Este hasta 1990 y todavía aun hoy se vive en Cuba y en China. En este último caso, esta práctica se encuentra en la base del orwelliano sistema de crédito social que impera en esta nación. En los países de Occidente, sin embargo, es a partir de la década de 1980, que empieza a difundirse una corrección política soft, que surge de las universidades y de los ámbitos académicos y de ONGs a capturar la línea editorial de los medios de comunicación masiva y los aparatos educativos, jurídicos y sanitarios de los estados. En resumen, ambos tipos de corrección política son fruto del totalitarismo.
¿En qué sentido son fruto del totalitarismo? Porque sus cultores más bien señalan que la «corrección política» es precisamente un freno a la violencia y una forma de crear una cultura de paz donde nadie se sienta excluido ni marginado por los llamados «discursos hegemónicos»…
Ante todo debemos definir totalitarismo. Me remito al historiador italiano Emilio Gentile en su libro La vía italiana hacia el totalitarismo. Partido y estado en el régimen fascista, que sostiene que es «un experimento de dominación política, puesto en práctica por un movimiento revolucionario (…) que aspira al monopolio del poder y que, después de conquistarlo (…) destruye y transforma el régimen preexistente y construye un estado nuevo, fundado sobre el régimen de partido único, con el objetivo principal de efectuar la conquista de la sociedad, esto es, subordinar, integrar y homogeneizar a sus gobernados, conforme al principio de politicidad integral de la existencia (…) y crear un hombre nuevo (…)». Tenemos entonces que, quienes buscan realizar un experimento de dominación política revolucionaria para crear un hombre nuevo, deben politizar integralmente la existencia humana.
En el siglo XX, esta politización implicaba la toma del poder y la imposición de un régimen de partido único, ahora el totalitarismo es líquido, más sutil: busca politizar integralmente la existencia a través del control del lenguaje moral y socialmente aceptable en la esfera pública porque, como es evidente, quien controla el lenguaje acaba controlando el pensamiento. ¿Y en qué medida este control del lenguaje politiza integralmente? En la medida que orienta toda expresión –académica, artística, cultural y periodística- a una finalidad seudomoral específica. Reduce la riqueza de la expresión humana espontánea y tradicional a las exigencias de una moral revolucionaria que busca que todo acto signifique una transformación social que desmonte los «aparatos de poder» ideológicos de la tradición occidental, que es vista como patriarcal, racista, machista y opresora y cree así un hombre nuevo.
Así incluso figuras inocuas como el personaje de Pepe Le Peu de las viejas caricaturas de Warner Brothers tendrá que ser «cancelado» por «machista». Más aún, las producciones culturales orientadas hoy al público infantil (juguetes, películas, libros) no solo pueden si no deben mostrar los estilos de vida alternativos defendidos por el neomarxismo en todas sus versiones (por lo general profundamente depravados), porque es parte de su responsabilidad social. Ya no hay nada que no sea político, ni siquiera lo personal. Todo está orientado hacia la destrucción de la vieja sociedad y a la construcción de la nueva. Ridiculeces como el lenguaje inclusivo o el manspreading son también manifestaciones de este proceso. Y la corrección política las engloba a todas.
Antes, le correspondía al partido leninista o al estado totalitario «duro» definir lo políticamente correcto ¿Ahora quiénes determinan lo que es políticamente correcto en esta época de totalitarismo líquido?
Así como el totalitarismo líquido es difuso, así también sus promotores lo son. Desde académicos neomarxistas extravagantes que pretendían socializar sus delirios y complejos sicosexuales hasta oligarcas de las big tech y de otras industrias que pretenden con campañas de márketing propiciar a sectores «políticamente conscientes» ateos y progresistas pero que, curiosamente, manifiestan ser compulsivos consumidores en las grandes urbes globales, la corrección política tiene muchos aliados y fautores. Pero, en nuestros días, los más poderosos y entusiastas promotores de la corrección política son los organismos multilaterales como la ONU y sus múltiples brazos subsidiarios y la clase política occidental, especialmente la del llamado «consenso socialdemócrata» de la Unión Europa, que engloba a los grandes partidos socialdemócratas y conservadores. En Estados Unidos y Latinoamérica, esta clase política está encarnada por el Partido Demócrata y su amplia red de fundaciones y aparatos que controlan el llamado «sistema interamericano de derechos humanos». En suma: el supremo árbitro de la corrección política actual es la élite mundialista, que es un término apropiado para englobar a las instituciones y personajes que acabo de mencionar.
Curiosamente la corrección política suele ir en contra de los principios católicos, ¿por qué?
Quizás no ha habido mejor descripción íntima de la esencia de todo totalitarismo antiguo o nuevo que la novela de George Orwell 1984. Una de las consecuencias de reducir el lenguaje y el pensamiento a lo político entendido como puro poder es la destrucción de la idea de verdad objetiva: «Decir mentiras a la vez que se cree sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar, y luego, cuando vuelva a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negar la existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber que existe esa realidad que se niega… todo esto es indispensable» (George Orwell, 1984, Salvat, Barcelona, 1970, p 163).
Así, en nuestra época actual no importa la verdad, incluso la mera y evidente verdad biológica, sino narrativas o discursos supuestamente liberadores. Más aún, cualquier dato objetivo que pueda amenazar la tranquilidad o la paz de la conciencia de alguno de los grupos supuestamente oprimidos que ostentan el «privilegio hermenéutico» de la historia deberá ser reprimido como «discurso de odio». Y a todas estas imposiciones políticas se considerarán, con total cinismo, como científicas.
La tradición católica, que en su visión del hombre y del mundo engloba la metafísica clásica y la antropología bíblica, está a las antípodas a este tipo de manipulaciones. Al poner al logos en el centro de todo y subordinar la praxis a la theoria reivindica una realidad objetiva, en donde un orden natural universal dado por Dios está por sobre cualquier consenso efímero de los hombres o cualquier delirio de los tiranos de turno y es, por tanto, lo opuesto al totalitarismo. Los primeros cristianos se negaron a adorar a la Dea Roma y al genio del Emperador porque, principalmente, consideraban que la verdad divina objetiva (que hay un solo Dios) no debía subordinarse al interés político, por noble que este fuese. Porque recordemos que los romanos no creían en que el Emperador fuera un Dios en el sentido pleno del término (algunos eran monoteístas como probablemente lo fueran Cicerón o Séneca y otros, agnósticos, como Lucrecio), sino que, simplemente, veían en el culto imperial una necesaria afirmación de la superioridad de la Pax Romana por sobre las múltiples religiones étnicas del imperio. Los cristianos deben negarse también ahora a los nuevos cultos imperiales como la ecología o los llamados derechos sexuales y reproductivos, que son los puntos álgidos de la lucha actual en los que centra la imposición de la corrección política.
Es triste encontrar a cristianos, incluso en lo más alto de la jerarquía eclesiástica, que insisten en que abandonemos nuestra tradición metafísica y bíblica y, en aras de la Pax Globalistica, alteremos la moral revelada y natural, rebajando o incluso borrando algunos pecados y creando otros nuevos, todo para luchar por metas colectivas que se nos venden como superiores incluso a la salvación del alma y por las que vale la pena comprometer algunos puntos de nuestra fe, como la lucha contra el calentamiento global o contra la llamada «discriminación», por ejemplo. Es la abominación de la desolación.
Se puede decir entonces que las élites mundialistas quieren imponer un pensamiento único. ¿Cómo se puede contrarrestar esta imposición con inteligencia?
Los mismos odios de las élites mundialistas nos revelan por dónde puede ir nuestra resistencia. Si la tradición católica es perseguida por la corrección política, pues debemos insistir en ella: cultivar su metafísica y antropología específicas y, por sobre todo, aprovechar sus sacramentos para salvar nuestra alma y a la vez conservar la pureza de nuestra mente en medio de esta batalla por el pensamiento. También debemos apoyar, incluso materialmente, a aquellas figuras eclesiásticas que insurgen contra el pensamiento único y que a veces son perseguidas interna y externamente.
Por otro lado, en esta época de la Pasión de la Iglesia no faltan algunos Buenos Ladrones que aparecen, especialmente en la esfera política y que quizás sean los últimos anticuerpos –para utilizar el lenguaje pandémico actual- de un cuerpo que se resiste a morir, en este caso, el del orden natural. Cabe recordar que el Buen Ladrón fue muy políticamente incorrecto el primer Viernes Santo: cuestionó al sistema de justicia y al consenso político y científico de su tiempo al considerar que ese Cristo crucificado era no solo inocente, sino Dios. Así, ahora aparecen algunas figuras cuyo pasado no es precisamente apostólico ni angélico, pero que sí se atreven a defender, a veces de manera bastante chusca pero efectiva, determinadas verdades del orden natural e incluso del orden cristiano. Pienso, por ejemplo, en Donald Trump. A esas figuras, que son una suerte de palo en la rueda del globalismo y el progresismo, conviene también apoyar.
¿Usted cree que se acabará imponiendo el Nuevo Orden Mundial o siempre habrá disidencia?
La pregunta no es si el Nuevo Orden Mundial se impondrá, sino cuándo. Las Sagradas Escrituras nos dicen que, indefectiblemente, llegará el reino global del Anomos, del Sin Ley, como lo llama san Pablo. Y es en esta época nuestra en que se revela perfectamente el ethos metafísico de esa figura: por ser el A-Nomos es también el A-Logos, el defensor paradójico de la más amplia licencia de opiniones y de errores y de la tiranía más estricta en los comportamientos. Ahí recién se comprende a lo que se refería el profeta Daniel cuando señalaba que el Anticristo sería enemigo de todo cuanto se considera divino, incluso de las falsas religiones, y a la vez adorará a un nuevo dios, «que sus padres no conocieron». Pero nuestra responsabilidad es demorar la aparición de esta figura, pues los tiempos de la tribulación serán terribles, apuntalando lo poco que queda del katejon, de lo que lo contiene, que son los vestigios del orden romano cristiano de familia natural, propiedad privada y jerarquía. Aun si somos derrotados y se presenta ya plenamente la hora del horror supremo, este apuntalamiento es nuestro deber de la hora. Y siempre, incluso en esa hora, habrá disidencia, pues será la hora de los Apóstoles de los Últimos Tiempos, anunciados por san Luis María Grignion de Monfort y que se caracterizarán, igual que Juan al pie de la cruz en el primer Viernes Santo, por su ardiente devoción a la Santísima Virgen. Nadie será más políticamente incorrecto que ellos en aquellas épocas.