Gonzalo J. Cabrera analiza en profundidad la justicia impositiva según la Tradición de la Iglesia
(Una entrevista de Javier Navascués).-
Gonzalo J. Cabrera, colaborador de varios medios, es un jurista especializado entre otros muchos temas en la justicia impositiva, tema que va a abordar en profundidad.
¿Cómo podemos definir los tributos?
Francisco Suárez, en De Legibus, da una definición que considero completa y reveladora de la naturaleza de los tributos. Los define como “pensionem publicam, que ad Regios sumptus, seu communes Reipublicae operas per singulos de populo distribuitur, et stata lege persolvitur”. Es decir, la contribución pública que cada ciudadano entrega para el sostenimiento del rey y de los gastos públicos. En este mismo sentido lo definen muchos otros autores de los siglos XVI y XVII, como Toledo, Arriaga o Lugo.
De hecho, en nuestros días la definición es, mutatis mutandi, muy similar. Si tomamos el artículo 2.1 de la Ley General Tributaria española, define los tributos como “los ingresos públicos que consisten en prestaciones pecuniarias exigidas por una Administración pública como consecuencia de la realización del supuesto de hecho al que la ley vincula el deber de contribuir, con el fin primordial de obtener los ingresos necesarios para el sostenimiento de los gastos públicos”. Sin perjuicio de que existen especies dentro del género de los tributos, como son los impuestos, las tasas y las contribuciones especiales.
¿Qué diferencia hay entre impuestos y tasas?
La tasa es un tributo que se satisface como contraprestación por un servicio público que no es optativo. Un ejemplo claro es la tasa de recogida de basuras que se paga en España. Es la contraprestación de un servicio público, pero el contribuyente no puede optar a que ese servicio se lo preste un tercero, o que no le sea prestado por nadie. En cambio, la matrícula de unos estudios universitarios es un servicio optativo, luego ya no es una tasa sino un precio público, es decir, la contraprestación por un servicio público en régimen de multiplicidad de oferentes. En este caso, por ello, ni siquiera se trata de un tributo.
En cambio, el impuesto no tiene contraprestación clara y definida, sino que grava una determinada manifestación de capacidad económica del contribuyente, con el fin de contribuir al sostenimiento de dichos gastos públicos.
¿Por qué son lícitos los tributos según el derecho divino y natural?
En primer lugar, la licitud de la existencia de tributos está avalada por la Sagrada Escritura. Está vinculada al carácter sagrado de la autoridad política, es decir, al carácter de ministro de Dios del gobernante, que los súbditos tienen la obligación de sostener, además de ser símbolo de sumisión.
Posiblemente los dos pasajes más conocidos sean el de Cristo al ser preguntado por los fariseos, que se repite en los tres Evangelios sinópticos, o el de San Pablo en Romanos, 13. Pero hay otros más, como Mateo 17, 24-27, donde Cristo ordena pagar el tributo suyo y el de Pedro, para no escandalizar, aunque lo saca del mar, con lo cual parecería estar prefigurando la exención tributaria de la Iglesia.
Y respecto al pasaje de la pregunta insidiosa de los fariseos, siempre polémico, hay que destacar que se refiere no a un tributo cualquiera, sino al censo, es decir, al que se rendía como signo de sumisión al César. Lógicamente, no se puede equiparar el pago del tributo a ofrecer incienso al César, pero refleja la idea de sumisión natural a la autoridad. Y todo ello pese a que el Imperio Romano tuvo sometido al pueblo judío, pese a los excesos recaudatorios que en no pocas ocasiones se cometían, y pese a que fue un tributo que cayó en desuso en las monarquías cristianas.
Expone al fraile agustino Juan Márquez, en su obra El Governador Christiano, que Cristo determinó que se debía ese tributo, pese a que “es muy conforme a la razón que se impuso de hecho, y contra su voluntad [la de los judíos]”, dado el carácter de sometimiento del pueblo judío al Imperio Romano. Además, agudamente analiza las palabras empleadas por unos y otro. Los fariseos le preguntaron si era lícito dar (dare) al César el tributo. Y Cristo respondió “reddite”, que se interpreta como una entrega por razón de justicia, no de dádiva.
Por lo que respecta a la cita de San Pablo en Romanos 13, no puede ser más clara:
“Todos deben someterse a las autoridades establecidas. Porque no hay autoridad que no venga de Dios, y las que hay, por él fueron puestas. Así que quien se opone a la autoridad va en contra de lo ordenado por Dios; y los que se oponen serán castigados. De hecho, los gobernantes no están para causar miedo a los que hacen lo bueno, sino a los que hacen lo malo. ¿Quieres vivir sin miedo a la autoridad? Pues pórtate bien, y la autoridad te aprobará porque está al servicio de Dios para tu bien. Pero si te portas mal, entonces sí debes tenerle miedo; porque no en vano la autoridad lleva la espada, ya que está al servicio de Dios para dar su merecido al que hace lo malo. Por lo tanto es preciso someterse a las autoridades, no solo para evitar el castigo sino como un deber de conciencia. También por esta razón pagáis impuestos: porque las autoridades están al servicio de Dios, y a eso están dedicadas. Dad a cada uno lo que le corresponde. A quien debáis pagar contribuciones, pagádselas; a quien debáis pagar impuestos, pagádselos; a quien debáis respeto, respetadlo; a quien debáis estimación, estimadlo”.
Estas citas bíblicas son constantemente aducidas y unánimemente interpretadas por nuestros moralistas clásicos, siendo una de las más relevantes la interpretación que hace Santo Tomás en su obra Super Rom. Con ello se pretende resaltar la obligación del pago de los tributos justos, que por venir ordenada directamente por Dios, no admite discusión humana alguna. Asimismo, en otra obra suya, De decem praeceptis, afirma con San Pablo, que “Et hoc intelligitur quod homo cuilibet dare debet quod suum est, sive principi, sive praelato, sive clerico et cetera”. En la misma obra, en su glosa del cuarto Mandamiento, replica de nuevo la cita bíblica relativa al tributo debido.
Por último, Juan Márquez, en El Governador Christiano, indica que Moisés es el único ejemplo de gobernante que no necesitó recaudar tributos, cuestión que justifica por la especial ayuda divina que recibió.
Dicho esto, si el tributo es conceptualmente lícito desde el derecho divino, obviamente también lo es desde el derecho natural. Su fundamento primero es la obligación moral del sostenimiento de quien tiene a su cargo el bien común de la sociedad.
Así, Santo Tomás, en su De regimine Iudeaeroum, afirma que el gobernante tiene autoridad para instituir tributos, siempre en orden al bien común, y no a su bien propio: “In quo considerare debetis quod príncipes terrarum sunt a Deo instituti non quidem ut propia lucra quaerant sed ut communem populi utilitatem procurent”.
Por su parte, Tomás de Vio, en su Sumula de pecatis, afirma que “ut scilicet fiat illud publicum bonum pro quo imposita sunt”.
Por tanto, es indiscutible que el pago de los tributos justos es una cuestión de justicia conmutativa. Hasta tal punto es así que la inmensa mayoría de los doctores coincide en que, en casos de necesidad, cuando peligra la supervivencia de la res publica, es prioritaria la recaudación tributaria, mientras no conste injusticia flagrante. Pues si se está obligado a dar la vida por la ciudad cuando hay verdadera necesidad, cuanto más se estará obligado a entregar la Hacienda.
Y, a continuación, y también importante, la función del tributo es dotar de seguridad, paz, tranquilidad y prosperidad a las sociedades políticas, como pilar para alcanzar su fin último, que es coadyuvar a la salvación de las almas.
Todos estos fundamentos se justifican porque el bien común prevalece sobre el individual, y por tanto, ningún bien privado tiene carácter absoluto, sino que debe estar en disposición de contribuirse con él al bien común, cuando sea necesario, y en la medida en que lo sea.
¿Cuáles son las condiciones que deben darse para la licitud de los tributos?
Casi todos nuestros clásicos coinciden, con sus propios matices de escuela, en la necesidad de cuatro criterios acumulativos para la justicia del tributo, que puesto que se articula mediante ley, son trasunto de las condiciones necesarias para que cualquier ley humana sea justa.
En primer lugar, debe concurrir una causa final justa, es decir, que la recaudación tributaria tenga como finalidad la contribución al bien común, del modo que sea. Santo Tomás habla de necessitas, pero también de utilitas, por lo que no puede interpretarse su doctrina en el sentido de que el tributo sea algo únicamente exigible en casos de extrema necesidad, sino que todo aquello que razonablemente contribuya al bien común de la comunidad política justifica la exacción tributaria. Los escolásticos contraponen el bien común al bien privado del monarca o de cualquier otro particular. Asimismo, la cuantía de la contribución debe guardar proporción con la necesidad que lo justifica, y en los tributos con causa concreta bien definida (por ejemplo, para financiar una guerra), deben cesar cuando cesó la causa que los originó. Aunque también se acepta la conmutación de causas, es decir, que una causa nueva al menos tan importante como la anterior justifica el mantenimiento del tributo anterior, ya que nuestros doctores siempre han recomendado que las leyes sean lo más estables posible.
Pero no hay que olvidar que nuestros escolásticos no cesan en advertir los males que se derivan de los reinos que oprimen en exceso con tributos a los súbditos: en última instancia, se pierde la relación paterno-filial que debe existir entre ambas partes, dando origen a toda clase de desórdenes, que perjudican la paz y tranquilidad del reino, y comprometen su pervivencia.
En segundo lugar, debe existir una causa eficiente, es decir, una autoridad legítima que los instituya. La razón es obvia: si solamente a la autoridad política compete el cuidado del bien común, sólo a ella compete legislar el modo de obtener los recursos para financiar esa obligación natural. Se admite que el monarca delegue esta potestad en otras autoridades inferiores, pero nunca suplantando a la autoridad primera. Por esa razón, salvo unos pocos autores, no se ha contemplado el consentimiento popular para la imposición de tributos, por más que la prudencia política pueda recomendarlo.
A continuación, es necesaria una causa material. Es decir, el tributo, por más necesario que sea, debe aplicarse en función de una serie de parámetros. El fundamental es que, puesto que es una contribución susceptible de valoración económica, debe satisfacerse por quien tiene recursos para ello. Por esta razón, no es admisible un tributo que grave las deudas, o que grave, o deje de gravar, en función de una circunstancia personal del sujeto. Eso sería acepción de personas, como bien desarrolla Domingo de Soto en De Iustitia et Iure. Sin embargo, hay exenciones que no constituyen acepción de personas, pues se conceden en virtud de méritos u honores. Ocurre esto con la Iglesia, por derecho divino, y también se aplicó en su día a la nobleza, aunque en este último caso la práctica fue más flexible, ya que se aceptó que en casos de grave necesidad se hiciera contribuir a los nobles.
Por último, debe existir una causa formal, o proporción del tributo respecto del contribuyente. No es suficiente con que contribuya quien tiene recursos, sino que debe contribuir en proporción a esos recursos. Lo contrario puede conducir a resultados confiscatorios. Y es que la justicia, como virtud consistente en dar a cada uno lo suyo, exige, cuando a justicia distributiva se refiere, tratar desigualmente a situaciones desiguales (igualdad geométrica, frente a la aritmética de la justicia conmutativa).
No obstante, que estos criterios sean acumulativos, no significa que gocen de idéntica jerarquía. Nuestros doctores católicos dieron suprema importancia a las causas final y eficiente, seguidas de la material, otorgando algo menos de importancia a la formal. La razón es que ésta última tiene que ver con la justicia distributiva, que tiene como destinatario el particular. Y como el bien común prevalece sobre el particular, en casos de real necesidad, puede legislarse en detrimento de dicha justicia distributiva, con tal de que no haya alternativas posibles y el tributo no sea manifiestamente abusivo u opresivo. Esta cuestión fue más común a partir del siglo XVI, en que la Hacienda real pasó por épocas de auténtica convulsión, con varias quiebras incluidas. Así, Fray Juan Márquez, en respuesta a una consulta del Consejo de Castilla sobre la licitud de un nuevo tributo sobre el consumo de ciertos bienes, respondió afirmativamente porque, aunque la justicia distributiva pudiese sufrir merma, los bienes sobre los que recaía el nuevo tributo no eran de primerísima necesidad, y además se cumplía el resto de requisitos del tributo.
No sólo son lícitos, sino que son necesarios para que la sociedad funcione…
Existe una serie de necesidades básicas para la sociedad, que son atribuidas por derecho natural a la autoridad política. Santo Tomás, en De Regno, afirma la licitud de los tributos para mantener las infraestructuras básicas del reino:
“Est et aliud necessarium regi ad bonum regimen regni , ad quod ordinantur ipsæ munitiones, ut videlicet stratas faciani securas et aptas ad transeundum sive pro advenis , sive pro indigenis vel regalibus suis . Viæ enim communes sunt omnibus quodam jure naturæ et legibus gentium.[…] Unde et eis servantibus quæ viatoribus sunt prædicta , officiales principum ipsa meri to possunt exigere, et proficiscentes debite obligantur persolvere”.
También sería lícito exigir tributos extraordinarios cuando la situación lo requiera, por darse situaciones también extraordinarias, y que estén justificadas por la necesidad, como reconoce el propio Aquinate en De Regimine. Iudeaorum.
Claro que la autoridad política, en este y otros campos, puede ejercerse torcidamente. Pero, como dicen los clásicos, el abuso no deroga el uso. No debemos confundir los principios con los malos resultados que se siguen de su transgresión. Al bien se le juzga por sí mismo, no por las consecuencias de su transgresión. De lo contrario, asumiríamos la teoría rawlsiana del “maximín”, que no es otra cosa que ponderar las diferentes alternativas en función de su peor resultado posible. Por el contrario, los católicos buscamos el bien posible. De lo contrario, sabiendo que, como afirmaron nuestros clásicos, corruptio optimi pessima, jamás se habría afirmado que la monarquía es la forma preferible de gobierno.
Como es de ver, los enunciados principios y condiciones que justifican la licitud de los tributos son rectos. Además, son de sentido común. Parece mentira que haya que discutir sobre esto. Yo, personalmente, no estoy dispuesto a discutir sobre obviedades, sin perjuicio de que de las obviedades también se debe dar una cierta razón, tal como estamos haciendo aquí. Pero que el hombre es naturalmente sociable, que de esa natural sociabilidad se deriva la necesidad de una autoridad, incluso en el estado de inocencia original, y que esa autoridad debe velar por el fin de la sociedad, son cuestiones tan amplia y unánimemente abordadas por los teólogos moralistas, que no creo que haya nada más que añadir. A partir de aquí, el problema lo tiene quien no sea capaz de inteligir tan elementales principios.
Pero, insisto: que los tributos sean lícitos por principio, no significa que lo sean siempre. Y ahí es donde sí se puede entrar en sano debate. Hemos expuesto los cuatro criterios para juzgar su licitud, y su transgresión es una violación de la justicia, que pueden justificar parcialmente su evasión, casi siempre de modo parcial. Hago esta matización porque, salvo que el tributo vaya inequívocamente destinado a un bien perverso, sea impuesto por autoridad incompetente, o grave una realidad ajena a la manifestación de riqueza, siempre subyace una parte de legitimidad en cuanto parcialmente se destina a fines justos.
¿Quiénes se oponen a los tributos y qué argumentan?
Los liberales de corte anglosajón, con todas sus variantes, son los más proclives a negar la licitud de los tributos, o a restringirlos más allá de sus justos límites.
A mi juicio, desde el momento en que se retuercen las citas bíblicas, contra el sentir común de nuestros doctores, o directamente se amputan partes de otras, se está perdiendo gran parte de la credibilidad. Pero lo cierto es que los condicionamientos ideológicos imponen esta actitud, porque el tema de la licitud de los impuestos es tan claro que no puede rebatirse si no es con falacias.
Una objeción frecuente es que la exacción tributaria es una función coactiva del Estado, que coarta la libertad del individuo. Pero desde los más antiguos doctores sabemos que la vis coactiva del Estado es necesaria para alcanzar los fines de la sociedad. Ahora bien, esa potestad no es absoluta, y por tanto, está sujeta a las leyes de la justicia. Un gobierno sin justicia es una banda de ladrones, tal como afirmaba san Agustín. Existe una concepción totalmente equivocada que considera que lo que no es libre y consentido no es justo. Pero, por el contrario, lo justo trasciende la voluntad humana, siempre torcida y proclive al fraude; y, por el contrario, lo injusto deja de obligar, no por ejercicio de esa libertad moderna, sino porque una ley injusta, como sabemos, pierde su condición de ley, es decir, su capacidad de obligar.
Por otro lado, se arguye que la inmensa mayoría de bienes y servicios que se canalizan a través de la autoridad política, podrían ser ofrecidos a través del sector privado, de forma más eficiente y con libertad de contratación por parte de cada individuo. Sin embargo, aquí subyacen varias falacias: por un lado, el llamado “sector privado” jamás podrá determinar los criterios de justicia, necesidad y utilidad como un gobernante recto y justo, sencillamente porque tiene otros intereses. ¿Qué ocurre, por ejemplo, con los bienes y servicios básicos que no son ofrecidos por el sector privado, porque no les resultan lo suficientemente rentables? Por otro lado, hay servicios básicos que solamente se pueden adquirir si se tiene renta para ello. Y el sector privado no va aceptar por ellos un precio inferior al llamado “de mercado”.
Cuestión diferente es si la titularidad de estos bienes y servicios debe ser pública o privada. Pero en todo caso, para evitar estos problemas, la financiación debe provenir de la comunidad política, y por tanto, es necesario recaudar tributos.
También una gran parte de quienes aceptan la licitud de ciertos tributos considera, no obstante, que deben ser lo más bajos posible. Y esto es una afirmación incompleta, pues ese posibilismo siempre debe dejar a salvo el principio del bien común. Ya que puede ser posible reducir mucho los tributos, pero que las consecuencias para el bien común a medio o largo plazo sean fatales.
Otra cuestión es que discutamos prudencialmente qué tributos son más justos, o qué tipología de tributos deben ser preferidos en cada circunstancia. Por ejemplo, el debate entre tributos directos e indirectos, ya mantenido por los grandes teólogos de los siglos XVI y XVII, continúa hoy vigente. Personalmente, y siguiendo el sentir de la mayoría de nuestros moralistas hispanos, soy partidario de focalizar la recaudación tributaria en los tributos directos, pues gravan la obtención de riqueza, a cambio de dejar exento o muy poco gravado el consumo de bienes de primera necesidad.
¿Es, por tanto, necesario defender la justicia en el ámbito tributario?
Como en cualquier ámbito de la vida política, la justicia, sublimada por la caridad, es el principio rector de la vida comunitaria. Nuestros clásicos del Siglo de Oro, en sus manuales de speculum Principis, hacen hincapié en la justicia y misericordia del monarca, es decir, en la manera cómo el rey debe gobernar de modo análogo a como lo hace Dios. Por tanto, reconociendo, con nuestros escolásticos, que el tributo es un asunto sumamente delicado, debe tratarse con exquisita justicia.
Asimismo, proliferaron los manuales y sumas dirigidas a confesores que establecían la aplicación de los criterios morales esenciales en la materia a los casos singulares. Nadie discutía los principios, pero el gran ejercicio estribaba en su lógica y coherente aplicación.
Alguno puede reprocharnos no haber definido el término justicia. Ciertamente, es necesario definir los términos antes de entrar a hablar de los conceptos. Por suerte, la definición de justicia es muy intuitiva, y la introdujo el Derecho Romano: “iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi”: dar a cada uno lo suyo. Y ese “lo suyo”, en el contexto de la vida en sociedad, se corresponde con lo necesario para alcanzar su perfección. Por eso una sociedad donde falta lo básico a la mayoría de la población, aunque estemos hablando de bienes terrenos, difícilmente puede alcanzar su fin último.
¿Por qué la mayoría de los ciudadanos es tan reacia a los impuestos?
Ya Francisco Suárez clasificó las leyes tributarias como “leyes odiosas”. Él mismo explica el término: no porque estas leyes deban ser objeto de odio, pues ninguna ley (justa) lo es, sino porque afectan al bolsillo del súbdito, y eso siempre es un tema delicado, como ya he avanzado.
Y, por desgracia, hoy se dan todos esos abusos a los que hemos hecho referencia. De entrada, la mayor parte de la recaudación tributaria no responde a un fin compatible con el bien común. Empezando porque con ellos se financian los excesos de la casta política, y continuando con que se financian leyes inicuas y gravemente nocivas para la salvación de las almas. Pero vuelvo a insistir: el abuso no deroga el uso.
Por otro lado, hay que separar esta circunstancia del componente meramente egoísta de quien rehúsa aportar a la comunidad un mínimo de lo que gracias a ella ha conseguido. Por ejemplo, un empresario simplemente no puede conseguir su beneficio si no es por la seguridad y los servicios que le proporciona la comunidad con los tributos recaudados.
¿Cuáles son los límites de la contribución tributaria?
Sobre los principios mencionados anteriormente se puede establecer la licitud de la retención de tributos cuando faltan uno o varios de los requisitos expuestos en una ley tributaria. La posición mayoritaria de los moralistas clásicos es que, en los casos en que un tributo, individualmente considerado, sea injusto, puede ser retenido, incluso de forma total, si es que se recauda exclusivamente para un fin inmoral o inadecuado. Y, por otro lado, si evaluamos el sistema impositivo global como abusivo, entonces, previo consejo de varones rectos y prudentes, se puede determinar un porcentaje de la tributación total como lícitamente retenible. Pero aquí hay que tener en cuenta que no todos los tributos dejan esa posibilidad, y también se deben tener en cuenta los medios para esa retención, evitándose la violencia, el escándalo o el engaño grave.
Háblenos de la polémica sobre la función distributiva de los tributos.
Es absurdo decir que un tributo no redistribuye. Todo el que forma parte de una comunidad política recibe bienes y servicios financiados con tributos, y financiados en mayor medida por unos que por otros. En esa desigualdad, que los clásicos llaman igualdad geométrica, ya hay una redistribución implícita. Me explico. Quien, a causa de su baja renta recibe los mismos servicios, usa las mismas carreteras, o goza de la misma seguridad que otro de renta muy superior, y que por tanto, debería contribuir más al fisco, está recibiendo una renta en especie, se está enriqueciendo de algún modo, aunque no de forma injusta, porque está recibiendo algo que es deber de la comunidad política ofrecerle.
Cuestión diferente es que consideremos que una función del tributo debe ser la transferencia directa de rentas, que el ordenamiento tributario deba convertirse en una especie de Robin Hood institucionalizado. Aquí se debe ser más cauto, aunque no pocos autores han defendido la labor de atención a los pobres como competencia de la autoridad política. Aunque, como digo, una parte de esa atención ya se da del modo explicado, es decir, ofreciendo las condiciones básicas que faciliten un sustento decoroso.
¿Qué podemos decir de los tributos en la actualidad a la luz de los principios escolásticos sobre justicia tributaria?
Me voy a referir únicamente a España, para evitar alargarme, aunque el diagnóstico es extrapolable a la mayoría del llamado “mundo occidental”: en primer lugar, hoy tenemos un grave problema, como es el hecho de que la parte de los tributos que se corresponde con las necesidades del bien común se ha reducido, como producto del uso tiránico de una gran parte de la recaudación tributaria. Es decir, la causa final de los tributos está gravemente afectada. Además, como producto de la corrupción institucionalizada, la recaudación que se destina al bien común acaba requiriendo más recursos de los necesarios. A eso hay que unir que los gastos de sostenimiento de la autoridad política, legítimos en su justa medida, están escandalosamente hinchados en beneficio particular de los gobernantes. Lógicamente, eso no justifica la retención de la totalidad o gran parte de los tributos que se deben, pero nos pone de manifiesto el grave despilfarro de recursos que dejan de emplearse para el bien de la res publica.
La causa eficiente no parece presentar mayores problemas hoy en día, pues existe una reserva de ley para la creación y modificación sustancial de los tributos (que no obstante también se intenta burlar, en general con poco éxito), si bien también existen problemas con la doble imposición generada entre la tributación estatal, regional y local, pues el régimen de 1978 ha creado reinos de taifas que reclaman su parte del pastel para fines al menos igual de corruptos que el gobierno central, que es su causa ejemplar para el mal.
La causa material de algunos tributos también se ha visto menguada, porque la pulsión recaudatoria del sistema ha intentado penetrar en el seno de realidades que no constituyen manifestación de capacidad económica.
Esta situación se ve con la llamada “fiscalidad medioambiental”, que usa coartadas parafiscales para imponer tributos que, en no pocas ocasiones, no responden a una capacidad económica real de quienes los satisfacen. Así, por ejemplo, no tiene sentido que se grave a los vehículos más antiguos por ser más contaminantes, cuando este tipo de vehículos pertenece a personas que tienen dificultades para adquirir uno nuevo. Otro caso son los tributos pensados para un sector económico determinado (la banca, las energéticas), que se sabe de antemano que serán repercutidos a los consumidores finales, generando imposición de forma indiscriminada (causa formal) sobre una renta inexistente (causa material). Y, por último, está el clásico caso de los tributos indirectos, es decir, sobre el consumo. Como he dicho antes, hay determinados bienes de primera necesidad cuyo consumo debería estar exento, pues no manifiesta capacidad económica, por ser bienes consumidos incluso por los pobres de solemnidad.
Por último, la causa formal es, tras la final, la más problemática hoy en día. La fiscalidad sobre el consumo es, a mi juicio, tremendamente injusta. En España se paga el mismo tipo impositivo por la compra de un paquete de pañales que por las joyas o los vehículos de alta gama. Soy partidario, como lo fueron muchos moralistas del Siglo de Oro, de imponer tributos elevados sobre el consumo de bienes y servicios de lujo. De hecho, este concepto del impuesto de lujo estaba presente antes de la armonización comunitaria del IVA, acaecida a principios de los años 90.
Por desgracia, el objeto de esta pulsión recaudatoria suele recaer sobre la llamada “clase media”, porque de ella es de donde se obtiene la máxima recaudación en términos cuantitativos. Y se multiplican los intentos de sortear los límites propios de los tributos. Aunque el sistema tributario constitucional se diseñó con la intención de que se respetaran, al menos teóricamente, estas cuatro causas del tributo, al ser este régimen corrupto, por apóstata, cualquier disposición que prevea, aunque pueda ser valorada positivamente a priori, rápidamente se torna en nefasta por la falta de una moralidad elemental en su aplicación. No olvidemos que un sistema tributario justo depende, en última instancia, de la virtud del gobernante, y creo que no hacen falta muchas pruebas para afirmar que esto último brilla por su ausencia.