Engañar a la infancia
Engañar a los niños siempre ha sido un feo asunto. Esa actitud está inserta en los cuentos de nuestros antepasados. Nos decían que no cogiéramos carámelos en la puerta del colegio. En las noches de invierno nos hablaban del “sacamantecas” (un perturbado que existió realmente). Las mentes infantiles son, por lo general, crédulas. Adoran a sus padres y preceptores. Lo que se les cuenta es, por definición, cierto. Con el tiempo, muchos comportamientos antisociales tienen su origen en informaciones recibidas durante la infancia. Se hereda el racismo, la xenofobia, el amor a la violencia, la creencia en pertenecer a una raza superior y otras muchas bellaquerías. Esas lindezas son inoculadas desde la más tierna infancia. De allí salen vengadores de un pasado que, quizás, ni existió, reivindicadores de lo inexistente como ese señor que llaman President (lo será de los delincuentes), asesinos en serie en las noticias televisivas, militantes del Cucus Clan y un sinfín de barbaries.
Al igual que la pornografía infantil está perseguida como delito penal, debiera estarlo esa otra pornografía mental. Las dos son dañinas y no me atrevo a decir cuál es peor. La primera ataca a la estabilidad emocional y a la libertad sexual, crea suicidios, contradiciones, despropósitos y luchas internas. La segunda crea un sistema de valores que le impedirá ser una persona normal con un sistema de valores reciamente construido. Contar cuentos de Caperucita en los que la abuelita custodia una urna, el lobo es un guardia o un policía y, al final, vienen los salvadores en forma de referundistas (ignoro si existe esa palabra) es un odioso delito. Es un maltrato de una mente inocente. En estos días han pululado, por la geografía de aquellas tierras, esas tiernas escenas de maestros “encariñados” con sus alumnos. Se me ocurre que al igual que el lobo siempre acababa mal, estos próceres del engaño deberían acabar peor todavía, con sus huesos en la cárcel para que se inventen los cuentos que quieran y se los digan unos a otros, al oído para no cometer más delitos y con la conciencia clara de que tienen quince o veinte años para hacer otros nuevos. Mientras esto no se haga seguirán generándose nuevas víctimas con la libertad cercenada desde la más tierna infancia, con la tiranía inoculada en una impronta indeleble, casi imborrable y con efectos futuros difíciles de imaginar hasta en las peores pesadillas.