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15 de febrero de 2021 0 / /

¿Tiene la Corona los días contados?

(por Javier Urcelay) –

Mary Eberstadt, en un libro indispensable[1], ha señalado cómo la familia desempeña un papel esencial en la construcción y sostenimiento de lo que se llama civilización Occidental. Y su corolario: que el continuado deterioro de la familia natural al que asistimos, ha acompañado y también acelerado el deterioro de la fe cristiana en Occidente (el fermento que produjo esa civilización Occidental): “Familia y fe son la invisible doble hélice de la sociedad: dos espirales que, unidas, pueden reproducirse de manera efectiva, pero en cuya fuerza y en cuyo impulso dependen la una de la otra”.

Fue el neocomunista italiano Antonio Gramsci quien cayó en la cuenta de la importancia que la familia tenía como vector de transmisión de la civilización cristiana, a través de la modelación de lo que llamamos “sentido común”, que lejos de ser una trivialidad, es el grano de mostaza origen del árbol frondoso que después extiende sus ramas en forma de sociedades cristianas. La observación de Gramsci, que había pasado desapercibida para otros teóricos del marxismo, cambió para siempre la estrategia de la Revolución, que pasó de ser “política” a ser “cultural”. El objetivo primario de la Revolución so sería ya en adelante la conquista del poder a la manera de Lenin, sino el cambio de signo del “sentido común”, destruyendo la familia, responsable de su perpetuación, y controlando la educación que determinaba su contenido. Familia y escuela pasaban así a ser los dos frentes prioritarios de la Revolución.

La masonería, cuyo objetivo fue siempre la destrucción de la civilización cristiana,  había siempre reconocido ese papel que desempeñan la familia y la educación, y por eso dirigió contra ellas siempre sus ataques: divorcio, feminismo, regulación de la natalidad, coeducación y educación laica fueron algunas de sus reivindicaciones características hace ya muchas décadas.

Vienen todas estas reflexiones al hilo de los frecuentes comentarios actuales sobre el futuro de la monarquía en España o, más específicamente, sobre el futuro de la Corona, sometida a una campaña sistemática para erosionarla y proclamar, cuando la ocasión lo propicie, la III República (o la restauración de la II República, más probable aun por más surrealista).

Juan Manuel de Prada, tras lúcido análisis de nuestra situación actual, ha explicado que “la subsistencia de la monarquía dependerá de la voluntad de sus enemigos, que la mantendrán mientras convenga a sus fines y le darán una patada cuando lo consideren pertinente. Delenda est monarchia”.[2]

Supongo que De Prada se refiere a la Corona, y no a la Monarquía, que desapareció ya hace mucho tiempo del solar hispano, y de la que lo único que queda es la testa coronada de un rey.

Salvedad esta aparte, coincido con los argumentos del ilustre escritor, y los apuntaló con otro, deformación profesional de mi condición de biólogo: el llamado “principio de correlación orgánica” enunciado en el siglo XIX por el sabio anatomista Cuvier, uno de los padres de la paleontología, establece que la relación existente entre los diversos órganos, piezas y estructuras que forman un ser vivo, es de tal forma que un animal no solo puede ser reconocido por cualquiera de ellas, aunque esté aislada, sino que a partir de ella se puede inducir como serán las demás piezas que lo compongan. Es decir, que existe una coherencia anatómica, una “correlación orgánica” por la cual un animal no puede tener garras de carnívoro y dentición trituradora de herbívoro.

De forma análoga, también en política existe un “principio de correlación orgánica”, por el cual los principios liberales y revolucionarios en los que se apoya la democracia moderna son, por lógica interna, incompatibles no sólo con la monarquía, sino también con la corona.

La monarquía española tiene su cimiento último en el régimen de Cristiandad del que España fue adalid, y se fundamenta en la fortaleza de la familia, de la que la Familia Real no es sino la primera familia del Reino y en la que el rey hace de “padre de su pueblo”. Se entiende así la íntima conexión existente entre fortaleza de la familia como institución y fortaleza de la monarquía como forma de estado.

Por otra parte, también la perduración de la monarquía está vinculada a la educación y a lo que podríamos llamar “la mentalidad del pueblo”. Los valores y criterios en los que se educa hoy a la población española y que predominan ya en una parte mayoritaria de la misma -el igualitarismo antijerárquico, el individualismo, la reclamación de derechos sin contrapartida de deberes, el agnosticismo religioso y el relativismo respecto a la verdad, el emotivismo irracional, el desarraigo respecto a nuestra propia tradición, la deformación de nuestra historia etc- reclaman coherencia en los términos planteados por el principio de correlación orgánica, y piden por eso una determinada forma de organización política, mucho más cercana a la república que a una monarquía.

Se dirá que la monarquía actual es en realidad una “república coronada”, preferible a una “republiqueta”, como suele aducir Felipe González. Pero la “república coronada” siempre corre el riesgo de que los republicanos decidan prescindir del ornato de la corona. Al fin y al cabo, la misma figura de un rey siempre será un cuerpo extraño para la ideología democrática, que tiene en la igualdad de todos los ciudadanos y en la legitimidad exclusiva procedente de las urnas dos de sus principios identitarios.

Algunos bienpensantes se tranquilizan considerando los requisitos que la Constitución vigente exige para un cambio de forma de estado, que lo harían prácticamente inviable en las actuales circunstancias, y ven en ello la salvaguarda de la continuidad monárquica. Pero se trata de una confianza ingenua y carente de aprendizaje sobre lo ocurrido en nuestra historia contemporánea.

Convendría recordar cómo acabó el reinado de Isabel II o de Alfonso XIII en los dos últimos siglos, y qué poco significaron las leyes ante la turbamulta y las pasiones populares exaltadas. Unos pocos titulares de prensa y programas televisivos han bastado para trasformar a Don Juan Carlos de héroe a villano. Otros pocos más bastarían para que el pueblo empezara a gritar el consabido “¡Crucifícale, crucifícale!”. Lo mismo sería aplicable a sus sucesores, y la anécdota del tratamiento por parte de TVE del anuncio de que Doña Leonor estudiaría en Gales es solo una muestra.

Tampoco convendría olvidar la sicología mostrada por Alfonso XIII en una situación que algún día podría planteársele a su bisnieto Felipe VI. Pocos días después de llegar al exilio tras proclamarse la República, el depuesto monarca le dijo a Fernando Álvarez de Sotomayor: “lo hemos pasado muy mal en España pero, mira, dile a tu hermano (que era general del ejército) que jure la bandera sea del color que sea pues siempre será la bandera de España, y lo que tenéis que hacer es reunirnos alrededor del Gobierno y servirle con toda lealtad, pues mientras el pueblo español no quiera otra cosa yo soy el primer republicano”. A lo que apostilla Sotomayor: “esto me dijo el hombre perseguido, ultrajado hasta en su ascendencia, robado, despreciado e insultado, y lo dijo serenamente, convencido de su deber en aquel momento y sin amargura ni hiel, como un ser superior a las pasiones humanas”.[3]

Confieso que no me cuesta nada ver a Don Felipe repitiendo el gesto.

Los que quieran defender a España de una República, con el siniestro bagaje del que en nuestra historia han venido siempre acompañadas, harían bien en entender el principio de correlación orgánica, y los polvos que han traído estos lodos. No es en las urnas, sino en la fortaleza o destrucción de familia y en la educación del pueblo -es decir, en la batalla cultural- donde se dirime el futuro de la Civilización Occidental, sin la que la monarquía es imposible y la Corona no es más que un techado de paja, listo para que la primera Filomena que pase se la lleve por delante.

Para defender la Corona, no se trata sólo de tener un rey impoluto, exigiéndole a Don Felipe lo que probablemente no se le exige a ningún otro hombre. Sino de no tener miedo a señalar el origen del mal, y de empezar la tarea de hacerle frente.

 

 

[1] Mary Eberstadt: Cómo el mundo occidental perdió realmente a Dios. Madrid: Rialp, 2020.

[2] Juan Manuel de Prada: El futuro de la monarquía. XL Semanal

[3] Memorias de Fernando Álvarez de Sotomayor. Santiago de Compostela: Servizo de Publicacions. Universidade de Santiago de Compostela, 2016.

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