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6 de mayo de 2024 0 / / / / / / / / / / / / / / / / / / / / /

JUSTICIA

En el cuarto Domingo de Pascua la Santa Misa se inicia con uno de los más hermosos Salmos, el 98: “Cantad a Yavé un cántico nuevo […] ha revelado Su justicia a ojos de las gentes” (Sal 98, 1-2). El concepto clave sobre el que tuvimos que reflexionar la semana pasada es el de Justicia, tan olvidado, vilipendiado e incluso negado tanto por la herejía modernista como por la dictadura socialista.

Santiago Apóstol – 25 de Julio | El pan de los pobres

El apóstol Santiago es uno de los tres discípulos predilectos de Cristo y por ello recibió como regalo una de las tres cosas que Dios más ama, que es España (las otras dos son la Iglesia, entregada a San Pedro; y la Virgen Santísima, encomendada a San Juan). En su epístola, nuestro patrón nos advierte que “todo buen don y toda dádiva perfecta”, toda buena obra que contribuye a instaurar el reinado social de Jesucristo en la forma perfecta de la Monarquía tradicional, procede de Dios Padre, “en el cual no se da mudanza ni sombra de alteración” (Sant 1, 17). Es decir, todo intento que se quiera hacer de adaptar la Verdad (la cual es solo una y objetiva y nos llega por medio de la Tradición apostólica o de la tradición política del pueblo español) a los valores (que no virtudes) del liberalismo, de las izquierdas o, peor aún, de la posmodernidad jamás puede contener la menor sombra de Bien, pues “Dios no se muda” y, por tanto, lo bueno y lo verdadero tampoco. También nos alerta Santiago contra las pestes del pseudo-ecumenismo y del “diálogo interreligioso” cuando nos dice que Dios nos ha creado “por la Palabra de la Verdad, para que seamos como primicias de Sus criaturas” (Sant 1, 18); efectivamente, por el Verbo encarnado que es Jesús, el único Camino y la única Verdad, hemos renacido en el Bautismo que administra de forma únicamente válida la Iglesia Católica de Roma, pasando a ser hijos adoptivos de Dios y no simples criaturas Suyas, como son los demás seres humanos que se encuentran fuera de esta Iglesia y a los que bajo ningún concepto se les puede considerar “hermanos”.

Concluye el Apóstol de España indicando que “todo hombre debe ser pronto para escuchar, tardo para hablar, tardo para airarse, porque la cólera del hombre no obra la justicia de Dios” (Sant 1, 19-20). Igual que la semana pasada, nos encontramos aquí con un espinoso pasaje que parecería estar llamándonos a la pasividad, a la irresponsabilidad cívica, cuando es todo lo contrario. En estos tiempos posmodernos tan profundamente irracionalistas, en que nuestro lado emocional es tan sobredimensionado por encima del racional y analítico, nos parece un oxímoron ser justos y a la vez no ser coléricos, querer derrocar un gobierno sin a la vez no sentir rabia por la falta de soberanía política y presupuestaria de España ante su deuda pública y el control de los emiratíes sobre Naturgy, de los saudíes sobre Telefónica y de BlackStone sobre bancos como Santander; o por el hecho de que un 7,2% de familias españolas carezca de alimentos básicos por la elevadísima tasa de paro estructural; o porque España haya bajado cinco puestos en el ranking mundial de libertad de prensa; o porque el mercado en B llegue a récords históricos y hasta 240.000 millones de euros se oculten de Hacienda debido al hartazgo social y a los impuestos abusivos; o por la quiebra del Estado de derecho y de la función pública. Quizá los tibios, los cobardes, lean esta epístola e interpreten que, como el apóstol Santiago desaconseja la ira, automáticamente está llamando a la inacción, al buenismo o al “diálogo”. Pero estas actitudes serían tanto o más injustas que las de los tiranos, pues el pecado no se comete únicamente por obra y palabra, sino también por omisión. No es esa la doctrina de la Iglesia sobre el tiranicidio y la guerra justa, en la que el cristiano tiene el derecho y aun el deber de hacer frente a los malvados pero sin que por ello tenga que albergar resentimiento contra ellos en su corazón, sino como quien está realizando una obra justa que es agradable a los ojos de Dios.

En la Sagrada Cena, Jesús consuela a los apóstoles con la venida del Espíritu Santo (Jn 16, 5-14). Aunque se trata de un suceso de alegría desbordante para los Doce y la Virgen María, el Paráclito “argüirá al mundo de pecado, y de justicia y de juicio” (Jn 16, 8): es un acto de la Justicia de Dios contra los que no creyeron en Su Hijo (Jn 16, 9) y contra Satanás, que ya está sentenciado y con él todos sus seguidores (Jn 16, 11). Este acto de justicia divina se llevará a cabo por medio de la Virgen y de los apóstoles, que fortalecidos con los siete dones del Espíritu Santo saldrán a evangelizar al mundo entero. Jesús lo señala claramente: “el Espíritu de verdad os guiará hacia la verdad completa” (Jn 16, 13), “Él me glorificará, porque tomará de lo mío, y os lo dará a conocer” (Jn 16, 14). Por el Sacramento de la Confirmación, el Espíritu Santo nos transmite Sus dones para poder emprender Su labor de justicia aquí en la Tierra.

A este respecto, concluyo este artículo comentando un perniciosísimo fenómeno ¿socio?-¿psico?-religioso cuyos lamentables resultados no pocas veces tengo la desgracia de presenciar. En el extremo opuesto al modernismo y al progresismo, se dan casos de personas que, leyendo muy pocos libros y sí viendo muchos vídeos de YouTube, creen ingenuamente, incluso supersticiosamente diría yo, que hay que cruzarse de brazos y no acometer la menor acción contrarrevolucionaria para defenderse de la corrupción política y moral porque, digámoslo así, “la suerte está echada”: porque han visto en un vídeo que a no sé qué cura de Pernambuco le ha dicho la Virgen que el mundo se acaba pasado mañana y para qué nos vamos a esforzar; o porque parece ser que los cambios políticos, sociales, económicos y administrativos del mundo se arreglan única y exclusivamente “rezando” (como si la oración constara tan solo de lectio, meditatio, oratio y contemplatio y no concluyese con la actio, de vitalísima importancia e insoslayable). Efectivamente, es la Divina Providencia quien guía la Historia universal, pero Esta no se manifiesta como un Deus ex machina de un auto sacramental que baja con poleas y lo arregla todo chasqueando los dedos, sino a través de hombres y mujeres que, fortalecidos por los dones del Espíritu Santo, hacen la obra de Dios: de Teodosio, de Carlomagno, de Godofredo de Bouillon, de Simon de Monfort, de don Pelayo, de Alfonso VIII, de San Fernando III, de los Reyes Católicos, de Carlos I, de Hernán Cortés, de Felipe II, de Carlos V, de Carlos VII. Pisoteemos estas venenosas actitudes quietistas no con cólera, sino con la fortaleza del Espíritu Santo, para ser buenos y justos y agradables a Dios.

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