HOSANNA (y II)
(Por Javier Manzano Franco)
La función del Viernes Santo se inicia con una lectura del Libro del profeta Oseas, el cual anuncia la venida de Cristo que nos hará resucitar con Él y que “vendrá como una lluvia, como lluvia temprana que riega la tierra” (Os 6, 3): hacía años que no se recordaba una Semana Santa en la que este versículo se prestase a una interpretación tan literal. Yavé, por boca de Oseas, reprocha a los reinos de Israel y de Judá su falsa piedad y la vacuidad de sus sacrificios, “pues prefiero la misericordia” (Os 6, 6). Veintinueve siglos después, Dios sigue avergonzándose mucho de esos tropeles que sin la menor educación y aún menos fe acuden a ver procesiones, no en busca de Su Hijo en Su Viacrucis ni de María Santísima, sino del sonar de trompetitas, de coreografías, de espectáculos impropios aun de una sala de fiestas. Por eso Dios les manda quizá la figura del Mesías que mostró a Oseas, la de una copiosísima lluvia, para que quien tenga inteligencia, entienda. En la segunda lectura, Yavé ordena a Moisés y a Aarón que todos los hebreos esclavos de los egipcios sacrifiquen a un cordero “sin mancha” (Ex 12, 5) y rocíen las puertas de sus casas con su sangre para librarse de la muerte; a partir de aquel Viernes Santo del año 33, será la Sangre de todo un Dios la que nos libre ya para siempre de morir.
Los Evangelios nos muestran los efectos perniciosos del liberalismo político en general y de la democracia en particular cuando aquel viernes por la mañana, Pilatos convocó un referéndum. ¿Cómo extrañarnos de que el partido con mayor intención de voto sea el PSOE y de que Sumar supere a Vox, si El Pueblo prefirió salvar al bandido de Barrabás antes que al Hijo de Dios? No hay nada nuevo bajo el sol, y este monstruoso sufragio debería bastar para dejarnos ver clarísimamente que la democracia es el sistema más abyecto posible, tanto como para haber sido el culpable del peor crimen de la historia de la humanidad: el deicidio. Hiela la sangre pensar que cuando Pilatos dijo: “Ahí tenéis al hombre” (Jn 19, 5) y apareció Nuestro Señor escupido, golpeado, azotado hasta sangrar, coronado de espinas y sin apenas visión en un ojo, aquella chusma que cinco días antes lo vitoreaba no tuvo ni una pizca de misericordia… como tampoco la tuvo esa otra que este Martes Santo de 2024, cuando pasaba la Hermandad de San Benito por la Plaza de la Alfalfa, comenzó a abuchear, silbar e insultar al Señor en Su Presentación al Pueblo porque, como llovía, la procesión pasó con prisa y sin tocar marchas ni “lucirse” con el paso. Esta morralla recibirá más pronto que tarde el mismo castigo que recibieron los judíos a partir de ese día, cuando, tras haber sido maldecidos por Jesús en dos ocasiones, se maldijeron a sí mismos dos veces más: al decir “No tenemos más rey que el César” (Jn 19, 15), negando así a Dios como Rey legítimo de Sion; y al decir “Caiga Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos” (Mt 27, 25). Veinte siglos de diásporas, expulsiones, persecuciones, masacres y guerras no han bastado para borrar esta maldición, que no se romperá hasta el Fin de los Tiempos cuando Israel entero reconozca a Jesús como Mesías e Hijo de Dios.
Por esta razón, el Viernes Santo la Iglesia, Esposa de Cristo al pie de Su Cruz, intercede por todos, incluso por los judíos y su conversión. También por los paganos, entre los que cabe incluir a los musulmanes pero también a los impíos, “para que Dios omnipotente quite la maldad de sus corazones”. Por los herejes (no “hermanos separados”, HEREJES) y cismáticos, para que Dios “los saque de sus errores” y vuelvan a la única Iglesia que existe. Por el Papa, para que el Señor “lo conserve incólume”, es decir, sin lesión física ni espiritual. A continuación es adorada la Cruz (no como un ídolo, sino porque ha sido regada con la Sangre de Cristo), la cual aparece envuelta en un velo, símbolo de la ceguera de infieles y judíos. El desvelamiento de la parte alta de la Cruz simboliza la primera predicación de los apóstoles a los discípulos de Cristo antes de Pentecostés, y la adoración subsiguiente se hace en desagravio por las ofensas hechas a Jesús ante Caifás. El desvelamiento del lado derecho simboliza la predicación a los judíos; la adoración que sigue se ofrece en desagravio a las ofensas cometidas a Jesús en la casa de Pilatos. Por último, el desvelamiento final simboliza la predicación al mundo entero y la adoración que se lleva a cabo desagravia los ultrajes recibidos por Jesús en el Calvario. Mientras todos nos acercamos a besar el pie de la Cruz, los cantores entonan los Improperios del Señor al pueblo judío, por quien tanto hizo y que tan mal le pagó; analicemos con ayuda de este canto si también nosotros somos malos pagadores.
Recordemos cómo los príncipes de los sacerdotes y los soldados usaban en el Calvario Sus palabras contra Él: “Sálvese a Sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido” (Lc 23, 35); “Si eres el rey de los judíos, sálvate a Ti mismo” (Lc 23, 37): ¿cuántas veces han intentado los impíos atacaros, como Satanás intentó atacar al Señor en el desierto, con palabras del Evangelio tales como “No juzguéis y no seréis juzgados”, o “tú a poner la otra mejilla”? En aquel bochornoso momento solo un ladrón es capaz de defender a Dios hecho hombre porque cree que es Rey, mientras los doctores de la Ley, los maestros, los sacerdotes, no hacen más que reírse de Él, igual que se siguen riendo hoy día este obispo y este nuncio apostólico, que se niegan a tratar el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo con el honor que merece.
A lo largo del Sábado Santo, último día de esta Semana Grande, esperamos al lado de la tumba de Jesús con la misma esperanza con que esperó María Santísima, a la cual dedica la Iglesia los sábados porque fue la única Virgen prudente que ni huyó ni olvidó la promesa de la Resurrección. Todos nosotros hemos muerto en cierto modo (Col 3, 3), para las vanidades de nuestra vida anterior tras cuarenta días de oración, penitencia y limosna: ahora pensamos “en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col 3, 2), a la espera de que Cristo resucite y nosotros con Él. En torno a la medianoche, las campanas repican locas de júbilo, como relámpagos/como ángeles. “No está aquí, ha resucitado, según lo había dicho” (Mt 28, 6). Mors mortem superavit: Cristo, muriendo, derrotó a la muerte.
P.D. El Limbo EXISTE.