Tras concluir sus estudios, el joven católico con vocación profunda (aunque no brillante a los ojos del mundo) se encuentra sin reconocimiento y sin un camino fácil, pero no se desmoraliza: alejado ya del corsé académico, se propone consagrarse a la búsqueda silenciosa de la verdad como tantos sabios y santos lo han hecho a lo largo de la historia de la Cristiandad.
Pronto se le ofrecen empleos bien remunerados, pero absorbentes y vacíos de sentido. Sabe que el dinero no compra la libertad interior ni el servicio a la Causa, y que las comodidades mal dirigidas pueden destruir el alma. Sabe elegir con inteligencia caritativa: acepta un puesto modesto, de baja categoría a ojos del siglo, pero que le deja resquicios de tiempo para su verdadera tarea.
Esa ocupación, gris para los que no ven más allá del sueldo, le permite refinar su pensamiento, alimentar su espíritu con preguntas esenciales y ejercitar su mente en el silencio: el ocio se transforma en entrenamiento. En ese tiempo fértil, labrado en soledad y esfuerzo oculto, empieza a surgir una obra capaz de perdurar.
El carlista debe aprender a discernir con sobriedad qué hacer con su tiempo. La lucha por la Tradición no es compatible con una vida dispersa: hay que escoger los compromisos que eleven, no los que esclavicen. Hay que rechazar el ruido y acoger el retiro fecundo. El tiempo es una herramienta santa: no se pierde cuando se entrega a lo esencial.
Elige hoy algo que puedas dejar de lado para servir mejor a tu vocación. Organiza tu tiempo como un soldado organiza su jornada: con orden, sentido del deber y visión sobrenatural.