COMO NIÑOS
(Por Javier Manzano Franco)
En el artículo anterior pudimos alegrarnos con la aparición de nuestro Señor a muchos santos: a Su Madre, de la cual sabemos gracias a la Tradición; a Santa María Magdalena, a los discípulos de Emaús y a diez apóstoles. Diez y no once, porque uno no estuvo en la primera aparición en el Cenáculo y no creyó en el relato de sus compañeros. Esta aparición que nos quedaba pendiente es la del Señor a Santo Tomás el incrédulo, en torno a la cual gira el Segundo Domingo de Pascua o de Quasimodo (“casi al modo de los recién nacidos, desead la leche espiritual sin engaño”, 1Pe 2, 2). El bautismo que hemos recibido no es ya de agua como el de San Juan Bautista, sino de agua, sangre y espíritu, en el que participan las tres Personas de la Trinidad (1Jn 5, 7-8). Por este bautismo, no entendido como un mero ritualismo sino como la firme creencia de que Cristo es el verdadero Hijo de Dios que ha vencido a Satanás, al mundo y a la muerte y no simplemente “un revolucionario”, “un gran hombre que ayudaba a los pobres”, “un maestro espiritual” y demás zarandajas, nosotros terminamos también venciendo al mundo, sus vanidades e incredulidades (1Jn 5, 5).
Santo Tomás, en cambio, no fue como un niño. Es cierto que tan malo es el racionalismo como el fideísmo, y que, pese a lo que puedan opinar los iletrados negrolegendarios, la Iglesia siempre ha recomendado un sano equilibrio entre fe y razón, ¿pero acaso no tenía Santo Tomás motivos suficientes para creer en la Resurrección del Señor? ¿No tenía a Moisés y a los profetas (Lc 16, 29), que desde el siglo XIII a.C. habían descrito con pelos y señales todo lo que había de ocurrir? ¿No había oído de labios del mismo Jesús Su Pasión, Muerte de Cruz y Resurrección cumplidas a rajatabla y había visto con sus propios ojos los numerosos milagros? Sin embargo, el apóstol solo acepta su propia experiencia como fundamento de la verdad, y a la semana siguiente el Señor se presenta por segunda vez en el Cenáculo lleno de misericordia y paciencia, consintiendo en que Su discípulo introduzca los dedos en Sus santísimas llagas. Una vez concluido el procedimiento empírico, Santo Tomás proclama su fe, no en la naturaleza humana de Jesús, pues ver y tocar no es creer sino comprobar, sino en Su naturaleza divina: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). Cristo entonces le reprocha que ha necesitado ver para creer; a partir de ese día, los dichosos serán los que crean sin haber visto (Jn 20, 29). A partir de ese día, habrá que creer primero para ver.
El pasado lunes celebramos la Solemnidad de la Anunciación del Señor a la Virgen María, puesto que este año el 25 de marzo cayó en Lunes Santo. El suceso tan importante en la Historia de la humanidad que ese día se celebraba (nada menos que la Encarnación del Verbo divino) fue profetizado ya por Isaías al rey Ajaz en el siglo VIII a.C., insistiendo en la Virginidad perpetua de María: “La Virgen grávida está dando a luz un hijo y le llama Emmanuel” (Is 7, 14); este versículo será posteriormente deturpado en las biblias protestantes. También San Lucas incide en la virginidad de Nuestra Señora (Lc 1, 27), la cual, pese a estar casada con San José, no conocía varón (Lc 1, 34) por haber tomado votos perpetuos de virginidad en el Templo de Jerusalén como sabemos por el apócrifo Protoevangelio de Santiago. El Evangelista refleja la turbación silenciosa de la Virgen ante la salutación angélica, tan distinta del desparpajo de Eva en su conversación con la serpiente; tampoco pide audazmente señales a San Gabriel como hace Zacarías o como treinta y tres años después hará Santo Tomás con Jesús: tan solo intenta comprender mejor su fe. Finalmente, al dar su consentimiento a la Encarnación del Verbo, María se hace sierva de Dios pensando en el bien de su Hijo, que será Rey del Universo, y en el de todos nosotros, que seremos Sus súbditos; ¡qué opuesta a Eva, que solo pensó en sí misma y en su fraudulento derecho de ser diosa y de no estar sujeta a nada ni a nadie! Precisamente porque esta mujer, orgullosa y desobediente, fue la primera víctima del diablo y lanzó a toda la humanidad a la muerte eterna, solamente una mujer, por medio de la sencillez y la obediencia, podía aplastar la cabeza de Satanás, devolvernos la vida eterna y, terminados sus días en esta tierra, ser asunta en cuerpo y alma a los Cielos para convertirse en Reina y Señora de toda la Creación.
Ese mismo lunes publicó la Congregación (que no “Dicasterio”; desterremos de nuestras bocas esa inmunda palabra) para la Doctrina de la Fe la Declaración Dignitas Infinita. Su crítica a la pobreza extrema, la trata de personas, los abusos sexuales y la violencia contra las mujeres, el aborto, la subrogación, la eutanasia y el suicidio asistido, la teoría queer, el cambio de género (que no de sexo, el cual es inmutable) y la violencia digital son encomiables y felicitamos esta tímida conversión del cardenal Fernández tras los horrores que tuvimos que leer en Fiducia Supplicans. No resulta tan encomiable, sin embargo, el rechazo frontal a la doctrina milenaria de la guerra justa, que supone un error gravísimo; a la pena de muerte, motivo más que suficiente para no poder ser leído ningún Catecismo de la Iglesia Católica editado en fecha posterior a 2017; o el hipermisericordismo con unos inmigrantes supuestamente discriminados por su “origen, color y religión” cuando en realidad son ellos mismos los que, con una actitud a medias parasitaria y a medias criminal pero siempre quintacolumnista, suponen ya la segunda causa de peligrosidad en nuestro país y han provocado que, en lo que llevamos de 2024, las cifras de violaciones y agresiones sexuales hayan alcanzado nueve récords históricos.
Al tercer día, la Iglesia celebró la fiesta del Papa San León Magno, vencedor de nestorianos y monofisitas y hasta del mismo Atila. Tuve que comprobar en Google si también el 11 de abril los laicistas celebraban el Día Mundial de la Incoherencia, a juzgar por la inconcebible avalancha de gente con gran necesidad de adaptaciones curriculares, por decirlo suavemente, que en redes sociales ladraban contra el manifiesto de rechazo total contra el aborto que la Hermandad de la Esperanza de Triana ha redactado. Otras que se han unido a este rechazo, como Hermandades católicas que son y no talleres de corte y confección, han sido la Divina Pastora de Santa Marina, de San Antonio y de Triana, la Misión, Nuestra Señora de la Antigua, el Cachorro, el Santo Entierro, San Benito, la O, la Corona, los Dolores de Torreblanca, Salud y Esperanza, Nuestra Señora del Prado, el Divino Perdón, la Quinta Angustia, la Cena, Valvanera, el Carmen de Santa Ana y de San Gil, el Valle, Tres Caídas de San Isidoro, el Gran Poder, la Macarena, el Silencio, el Calvario, la Sagrada Mortaja, la Paz, la Pura y Limpia del Postigo, Jesús Despojado, la Estrella, el Baratillo, San José Obrero, Abnegación, el Amparo, la Candelaria, las Cigarreras, la Amargura, Virgen de la Cabeza, los Panaderos, la Sagrada Lanzada, Salud de San Isidoro, Araceli, San Bernardo, Guadalupe, Todos los Santos, Nervión, los Estudiantes, el Amor, Cristo de Burgos, los Desamparados y San Roque. En el pecado llevan la penitencia aquellas que han callado cobardemente para contentar a todos esos disminuidos que apenas alcanzan a escribir con sus teclados empapados en hilillos de babas frases como “Las hermandades no deben meterse en estas cosas”, o “Yo soy católico y voy a misa todos los domingos y estoy a favor del aborto”. Qué más puedo añadir.
La semana concluyó con la fiesta de nuestro santo rey Hermenegildo, martirizado a los veintiún años por su propio padre Leovigildo. San Hermenegildo tuvo la suerte de ser canonizado en el siglo XVI, pues hoy día sería tachado de fariseo; el motivo de su santidad fue negarse a rezar con los herejes, práctica recomendada con entusiasmo por el conciliábulo vaticano de los años 60, y sobre todo, negarse a comulgar de manos de un arriano. Sírvanos de ejemplo San Hermenegildo, cuyo valor movió a su hermano Recaredo a convertirse y a extirpar para siempre el arrianismo de toda España, convirtiéndose esta nación desde entonces en la Hija predilecta de la Iglesia, en aquellas ocasiones en que nos obliguen a comulgar de pie y en la mano, o de manos de mujeres, de hombres con riñonera, o incluso de sacerdotes que en la homilía jamás pronuncian las palabras “pecado”, “Cielo”, “infierno”, “purgatorio” ni refieren la menor cuestión sobrenatural. Huyamos de estas comuniones como del peor veneno y corramos a las iglesias donde se halle el Remanente fiel: no sumemos al sacrilegio de estas misas negras el sacrilegio de participar nosotros en ellas.